Entre el amor y la distancia: Cuando mis padres quisieron volver a casa
—¿Pero cómo que queréis veniros a vivir aquí un año? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras sujetaba a mi hija en brazos y sentía el peso de la noche en mis párpados.
Mi madre, al otro lado del teléfono, suspiró. —Hija, lo hacemos por ti. Nos necesitas. No puedes con todo sola y tu padre y yo ya hemos hablado. Nos vendría bien cambiar de aires, y así te ayudamos con la niña.
No podía creer lo que estaba oyendo. Hacía apenas unas horas, entre lágrimas y agotamiento, le había pedido ayuda porque la pequeña Lucía llevaba tres noches sin dormir y yo sentía que me ahogaba. Mi marido, Álvaro, trabaja hasta tarde en el hospital y apenas puede ayudarme. Yo, recién llegada a Valencia desde mi Madrid natal, no tengo amigas aquí, ni red de apoyo. Solo ellos, mis padres, a 350 kilómetros de distancia.
Pero una cosa era pedir ayuda unos días… y otra muy distinta que quisieran instalarse en nuestra casa durante un año entero.
Me senté en el borde de la cama, mirando a Lucía mientras ella se aferraba a mi dedo con su manita diminuta. Recordé mi infancia en nuestro piso de Lavapiés: los domingos de cocido, las discusiones por tonterías, las risas en la cocina. Mis padres siempre fueron protectores, a veces demasiado. Cuando me casé con Álvaro y me mudé aquí, sentí que por fin podía respirar por mí misma. Pero ahora… ¿qué significaba esto?
—Mamá, no sé si es buena idea —dije al fin—. Aquí no hay mucho espacio y…
—No te preocupes por eso —me interrumpió—. Nos apañamos en cualquier sitio. Lo importante es que estés bien. Además, tu padre está deseando ver crecer a su nieta.
Colgué el teléfono con el corazón encogido. Álvaro llegó poco después, cansado pero sonriente. Cuando le conté la propuesta de mis padres, su expresión cambió.
—¿Un año? ¿Aquí? —repitió, incrédulo—. Pero si apenas cabemos nosotros tres…
—Lo sé —susurré—. Pero me siento tan sola…
Él se sentó a mi lado y me abrazó. —Lo resolveremos juntos. Pero tienes que pensar también en ti, en lo que necesitas de verdad.
Esa noche no dormí nada. Escuchaba la respiración de Lucía y pensaba en cómo sería tener a mis padres aquí: mi madre opinando sobre cada pañal, mi padre criticando cómo cocino el arroz, las discusiones sobre política en la sobremesa… ¿Sería capaz de soportarlo? ¿O acabaría perdiendo la poca independencia que había conseguido?
Los días siguientes fueron una mezcla de ansiedad y culpa. Mi madre me mandaba mensajes cada mañana: «¿Has dormido algo? ¿Quieres que vayamos ya?» Mi padre enviaba fotos del AVE: «Mira qué rápido llegamos». Yo respondía con evasivas mientras buscaba soluciones imposibles.
Una tarde, mientras paseaba con Lucía por el Turia, me encontré con Carmen, una vecina mayor que siempre saluda desde su balcón.
—Tienes cara de no haber dormido en un mes —me dijo con una sonrisa comprensiva.
Le conté mi situación y ella asintió, como si lo hubiera vivido mil veces.
—Mira, hija —me dijo—, los padres nunca dejan de ser padres. Pero tú ahora eres madre. Tienes derecho a poner límites.
Sus palabras me hicieron pensar. ¿Por qué me costaba tanto decir que no? ¿Por qué sentía que debía elegir entre ser buena hija o buena madre?
Esa noche hablé con Álvaro.
—No quiero herirles —le confesé—. Pero tampoco quiero perderme a mí misma.
Él me cogió la mano. —Quizá puedas pedirles ayuda de otra forma. Que vengan unos días al mes, o cuando realmente lo necesites.
Llamé a mi madre al día siguiente. Mi voz temblaba.
—Mamá, os necesito… pero también necesito aprender a ser madre a mi manera. ¿Podéis venir una semana al mes? Así os veo, me ayudáis y todos tenemos nuestro espacio.
Hubo un silencio largo al otro lado.
—Me duele un poco —admitió ella al fin—. Pero entiendo que quieras hacer las cosas a tu manera. Solo prométeme que si necesitas algo, me lo dirás.
Lloré después de colgar. Lloré por el alivio y por la culpa; por sentirme adulta y niña al mismo tiempo.
Ahora escribo esto mientras Lucía duerme sobre mi pecho y escucho el rumor lejano del tráfico valenciano. Mis padres vendrán la semana que viene unos días; después volverán a Madrid. No sé si he hecho lo correcto ni si algún día dejaré de sentirme dividida entre dos mundos.
¿Es posible ser buena hija y buena madre al mismo tiempo? ¿Alguien más ha sentido este desgarro entre el amor y la necesidad de independencia?