Entre el Amor y la Sangre: Cuando Mi Matrimonio se Rompió por Elegir a Mi Hijo
—¿De verdad vas a seguir adelante con esto, Lucía? —La voz de Álvaro retumbó en la cocina, rebotando entre los azulejos fríos y los platos sin lavar. Yo apretaba la taza de café con las dos manos, como si el calor pudiera protegerme de sus palabras.
No respondí. Miré por la ventana, buscando en la calle vacía de nuestro barrio madrileño alguna señal, algún consuelo. El invierno había caído sobre la ciudad y, sin embargo, dentro de casa el frío era más intenso.
—No estoy preparado para esto —insistió Álvaro, su tono subiendo un poco más—. No quiero ser padre. No ahora. ¿Por qué no puedes entenderlo?
Sentí que algo se rompía dentro de mí. Llevábamos ocho años juntos, cinco de casados. Habíamos superado mudanzas, trabajos precarios, la enfermedad de mi madre… Pero esto era diferente. Esto era una vida.
—Álvaro, es nuestro hijo —susurré, apenas audible—. No puedo… no quiero perderlo.
Él se pasó la mano por el pelo, desesperado. —Pues entonces tendrás que elegir. O yo, o ese bebé.
Me quedé helada. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Cómo podía ponerme entre la espada y la pared de esa manera? Recordé las tardes en el Retiro, cuando soñábamos con una familia. ¿Cuándo se había torcido todo?
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Álvaro apenas me dirigía la palabra. Dormía en el sofá, salía temprano y volvía tarde. Yo me refugiaba en el trabajo y en las llamadas con mi hermana Carmen, que intentaba animarme desde Valencia.
—Lucía, tienes que pensar en ti —me decía ella—. Si él no quiere estar, no puedes obligarle. Pero tampoco puedes renunciar a lo que sientes.
Las semanas pasaron y mi barriga empezó a notarse. En la oficina, mis compañeras me preguntaban por Álvaro y yo fingía sonreír. En casa, los silencios eran cada vez más largos y las discusiones más frecuentes.
Una noche, después de una pelea especialmente dura, Álvaro hizo las maletas. —No puedo vivir así —dijo antes de cerrar la puerta—. Espero que seas feliz con tu decisión.
Me quedé sola en el pasillo, abrazando mi vientre y llorando en silencio para no despertar a los vecinos. Sentí rabia, miedo y una tristeza tan profunda que pensé que no podría salir nunca de ese pozo.
Los meses siguientes fueron una montaña rusa emocional. Mis padres vinieron desde Toledo para ayudarme con las compras y las visitas al médico. Mi padre intentaba animarme con chistes malos; mi madre cocinaba mis platos favoritos y me acariciaba el pelo como cuando era niña.
Pero nada llenaba el vacío que había dejado Álvaro. A veces me sorprendía mirando su lado vacío de la cama o esperando escuchar sus llaves en la puerta.
El parto fue duro y largo. Cuando por fin tuve a Sofía en brazos, sentí una mezcla de amor absoluto y terror paralizante. ¿Sería capaz de criarla sola? ¿Podría darle todo lo que necesitaba?
Las primeras semanas fueron agotadoras: noches sin dormir, biberones a deshora, pañales interminables… Pero también hubo momentos mágicos: su primera sonrisa, el calor de su cuerpecito contra mi pecho, la forma en que me miraba como si yo fuera todo su mundo.
Un día, mientras paseaba con Sofía por el parque del Oeste, me encontré con Marta, una antigua amiga del instituto.
—¿Y Álvaro? —preguntó con curiosidad mal disimulada.
—Se fue —respondí sin rodeos—. No quería ser padre.
Marta me miró con lástima y admiración a partes iguales. —Eres muy valiente, Lucía. Yo no sé si habría podido hacerlo sola.
Valiente. No me sentía valiente; me sentía rota y cansada. Pero cada vez que Sofía me sonreía, algo dentro de mí se recomponía un poco.
A veces Álvaro llamaba para preguntar cómo estaba la niña. Sus llamadas eran breves y distantes. Nunca preguntaba por mí. Un día vino a verla; trajo un peluche y se quedó mirándola en silencio durante un rato largo.
—Es preciosa —dijo al fin—. Se parece a ti.
Quise decirle tantas cosas: que le echaba de menos, que aún le quería, que deseaba que todo fuera diferente… Pero solo asentí y le di las gracias por venir.
Con el tiempo aprendí a vivir sin él. Volví al trabajo a media jornada; mis padres cuidaban de Sofía por las tardes. Hice nuevas amigas en el grupo de lactancia del centro de salud; compartíamos miedos, risas y consejos sobre cólicos y vacunas.
A veces veía parejas paseando con sus hijos y sentía una punzada de envidia. Otras veces pensaba que quizá había sido mejor así: Sofía merecía un padre que la quisiera de verdad, no alguien obligado por las circunstancias.
Un domingo por la tarde, mientras Sofía dormía sobre mi pecho y la luz dorada del atardecer llenaba el salón, pensé en todo lo que había perdido… y en todo lo que había ganado.
¿Hice bien en elegir a mi hija antes que a mi marido? ¿Es posible reconstruir una vida cuando todo parece derrumbarse? A veces me pregunto si el amor realmente puede con todo… ¿Y vosotros? ¿Qué habríais hecho en mi lugar?