Entre el Orgullo y el Silencio: La Historia de Carmen y Lucía

—¡Pero Lucía, por Dios! ¿No ves que la niña está sudando como un pollo? —le espeté, sin poder contenerme, mientras veía a mi nieta Martina enfundada en un jersey de lana gruesa, pantalones largos y botas, bajo el sol de mayo en el parque del Retiro. Los otros niños corrían libres, con camisetas de tirantes y sandalias, riendo y saltando entre los columpios. Martina, en cambio, parecía un pequeño soldado preparado para una tormenta inexistente.

Lucía me miró con esa mezcla de paciencia y desafío que tanto me irrita. —Carmen, la pediatra me ha dicho que es mejor que no coja frío. Además, Martina es muy friolera —respondió, bajando la voz para que no la oyeran las otras madres.

Sentí cómo las miradas se clavaban en nosotras. Un grupo de madres, encabezadas por Patricia —la vecina del tercero— cuchicheaban sin disimulo. «Mira la pobre niña, siempre tan tapada…», oí decir a una. Me ardían las mejillas de vergüenza. ¿Cómo había llegado mi familia a ser el hazmerreír del barrio?

No era solo la ropa. Lucía tiene ideas para todo: que si no hay que dar azúcar antes de los tres años, que si los dibujos animados solo media hora al día, que si hay que hablarle a la niña como si fuera una adulta. Yo crecí en una España donde los niños comían lo que había y jugaban en la calle hasta que se hacía de noche. Ahora parece que todo es motivo de debate, de juicio, de culpa.

Esa tarde, al volver a casa, me encontré con mi hijo Álvaro. —Mamá, por favor, no le digas esas cosas a Lucía delante de Martina —me pidió en voz baja—. Lo hace lo mejor que puede.

—¿Y tú? ¿No ves lo ridícula que parece la niña? ¿No te importa lo que diga la gente? —le solté, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Álvaro suspiró. —Me importa Martina. Y me importa Lucía. No quiero más discusiones en casa.

Me quedé sola en el salón, mirando las fotos antiguas: Álvaro con las rodillas peladas, mi difunto marido sonriendo en una verbena del pueblo… Todo era más sencillo entonces. O eso quiero creer.

Al día siguiente, decidí hablar con Lucía a solas. La cité en una cafetería del barrio. Ella llegó puntual, con ojeras y el pelo recogido deprisa.

—Lucía, yo solo quiero lo mejor para Martina —empecé, intentando sonar conciliadora—. Pero creo que te estás complicando demasiado.

Ella bajó la mirada. —Carmen, sé que no lo entiendes. Pero cada vez que voy al parque siento que todas me juzgan. Que no encajo. Que haga lo que haga está mal.

Por primera vez vi a Lucía vulnerable, frágil. No era la nuera terca y moderna; era una madre joven, sola en una ciudad donde nadie te dice nunca que lo estás haciendo bien.

—¿Y Álvaro? —pregunté—. ¿Te ayuda?

Lucía sonrió tristemente. —Trabaja mucho. Y cuando llega está cansado. A veces siento que soy yo contra el mundo.

Me removí incómoda en la silla. Recordé mis propios años de madre joven en Madrid, cuando mi suegra criticaba cómo vestía a Álvaro o cómo le daba papilla de bote porque no tenía tiempo para hacerla casera.

—Quizá… quizá he sido dura contigo —admití en voz baja—. Pero me duele ver cómo os miran.

Lucía asintió. —A mí también me duele. Pero prefiero ser fiel a lo que creo correcto para mi hija que vivir pendiente del qué dirán.

Salimos juntas de la cafetería. En el portal nos cruzamos con Patricia y su séquito de madres perfectas. Nos miraron de arriba abajo y sonrieron con esa condescendencia cruel tan típica de algunos barrios madrileños.

Esa noche no pude dormir. Pensé en Martina, en Lucía, en mí misma hace treinta años. ¿Cuántas veces había juzgado yo sin saber? ¿Cuántas veces había sentido miedo al qué dirán?

Unos días después volví al parque. Esta vez llevé un helado para Martina y me senté junto a Lucía en el banco. Cuando Patricia pasó cerca, le sonreí con descaro.

—¿Sabes qué? —le dije a Lucía—. Que digan lo que quieran. Lo importante es que Martina sea feliz.

Lucía me miró sorprendida y luego sonrió por primera vez en mucho tiempo.

Ahora veo a mi nuera con otros ojos. Sé que no es fácil ser madre hoy en día, ni tampoco abuela. Pero quizá lo más difícil sea aprender a dejar ir nuestros propios miedos y prejuicios.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos importa tanto lo que piensen los demás? ¿No sería mejor apoyarnos entre mujeres, entre generaciones? ¿Vosotros qué pensáis?