Entre la Ciudad y el Campo: El Precio de una Decisión
—¡Mira, Lucía! ¡Mira cómo corren las gallinas! —gritó Diego, saltando la valla del corral como si tuviera diez años y no treinta y cinco. Mi madre, desde la ventana de la cocina, me lanzó una mirada cargada de resignación y algo de burla. Yo solo pude suspirar, sintiendo cómo la vergüenza me subía por el cuello.
No era la primera vez que Diego se comportaba así. Desde que llegamos al pueblo para visitar a mis padres, su entusiasmo por la vida rural había ido en aumento. Pero aquel día, mientras él perseguía a las gallinas y mi padre le enseñaba a podar los rosales, supe que algo había cambiado en él. Y en mí.
—¿No te parece maravilloso? —me preguntó Diego esa noche, mientras cenábamos migas junto a la chimenea—. Aquí todo es auténtico, Lucía. No como en Madrid, con ese ruido, ese estrés…
Mi madre me miró de reojo. Sabía lo que pensaba: que Diego era como un niño grande, incapaz de asumir responsabilidades. Y yo, ¿qué era yo? ¿La adulta responsable? ¿La hija obediente? ¿O solo una mujer atrapada entre dos mundos?
—No sé, Diego —respondí, intentando sonar neutral—. Aquí está bien para pasar unos días, pero nuestra vida está en Madrid.
Él dejó el tenedor sobre el plato y me miró con esos ojos brillantes que tanto me enamoraron hace años.
—¿Y si nos mudamos aquí? —soltó de golpe—. Podríamos empezar de cero. Yo podría montar ese taller de carpintería del que siempre hablo. Tú podrías teletrabajar…
Mi padre tosió fuerte. Mi madre apretó los labios. El silencio se hizo espeso.
—Diego, no digas tonterías —intervino mi madre al fin—. Aquí no hay futuro para los jóvenes. Por algo todos se marchan.
—Eso es lo que tú crees —replicó Diego, encogiéndose de hombros—. Yo veo posibilidades por todas partes.
Esa noche dormí mal. Escuchaba el viento colarse por las rendijas de la ventana y pensaba en mis padres, ya mayores, solos en aquella casa enorme. Pensaba en mi trabajo en la editorial, en mis amigas del barrio de Chamberí, en los paseos por el Retiro… Y pensaba en Diego, tan ilusionado como un niño con zapatos nuevos.
Al día siguiente, mientras mi padre y Diego arreglaban el tejado del cobertizo, mi madre me llevó aparte.
—Lucía, hija —me dijo en voz baja—, ¿de verdad quieres dejarlo todo por seguirle el juego a Diego? Él siempre ha sido así: se ilusiona rápido y luego se cansa.
Sentí un nudo en la garganta. Mi madre tenía razón: Diego era impulsivo, soñador… pero también era bueno, generoso y capaz de hacerme reír incluso en los peores momentos.
—No lo sé, mamá —admití—. Solo sé que no quiero perderos a ninguno de los dos.
Esa tarde, mientras paseábamos por el campo, Diego volvió a insistir:
—Lucía, aquí podríamos ser felices. Imagina despertar cada día con este silencio, este aire limpio…
—¿Y mis padres? ¿Y tu trabajo? —le pregunté, intentando no sonar acusadora.
—Podemos venir a verlos cada semana —dijo él, restándole importancia—. Y mi trabajo… ya sabes que nunca me ha llenado.
Me detuve en seco. Sentí cómo la rabia me subía desde el estómago.
—¡Eso es lo que no entiendes! —le grité—. No todo es tan fácil como tú crees. No puedes ir por la vida saltando de una ilusión a otra como si nada importara.
Diego se quedó callado. Por primera vez vi en sus ojos algo parecido al miedo.
Volvimos a Madrid unos días después. El viaje fue silencioso. Yo miraba por la ventanilla los campos dorados que se alejaban y sentía que algo dentro de mí se rompía.
En casa todo siguió igual… o eso parecía. Pero Diego empezó a hablar cada vez más del campo: buscaba casas rurales por internet, hacía planes para montar su taller, incluso empezó a aprender sobre agricultura ecológica en foros online.
Yo intentaba seguir con mi vida: reuniones interminables por Zoom, cafés rápidos con amigas que ya no reconocía del todo… Pero cada vez que hablaba con mis padres por teléfono sentía una punzada de culpa.
Un sábado por la mañana, después de una discusión especialmente tensa sobre el futuro, Diego explotó:
—¡Tú solo piensas en tus padres! ¡Nunca te importan mis sueños!
Me quedé helada. ¿Era eso cierto? ¿Me había convertido en una mujer incapaz de arriesgarse por miedo a decepcionar a los demás?
Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente llamé a mi madre.
—Mamá… no sé qué hacer —le confesé entre sollozos—. Siento que voy a perderlo todo haga lo que haga.
Ella guardó silencio unos segundos antes de responder:
—Hija mía… la vida es elegir. Y elegir duele.
Pasaron semanas así: discusiones, silencios incómodos, promesas rotas. Hasta que un día Diego llegó a casa con una decisión tomada:
—Me voy al pueblo unas semanas —me dijo—. Necesito saber si esto es lo que quiero de verdad.
Me abrazó fuerte antes de marcharse. Sentí su cuerpo temblar contra el mío.
Los días sin él fueron largos y grises. Mis padres me llamaban cada noche para saber cómo estaba. Mis amigas intentaban animarme con planes absurdos y risas forzadas.
Una tarde recibí un mensaje de Diego: “Ven al pueblo este fin de semana. Necesito hablar contigo”.
Fui con el corazón encogido. Al llegar lo encontré diferente: más sereno, más adulto quizá.
—He estado pensando mucho —me dijo mientras paseábamos entre olivos—. No quiero obligarte a nada. Pero tampoco quiero renunciar a lo que siento…
Nos sentamos bajo un almendro en flor y hablamos durante horas: de nuestros miedos, nuestros sueños, nuestras heridas.
Al final entendimos que no había una solución perfecta: si nos quedábamos en Madrid yo perdería a Diego poco a poco; si nos íbamos al campo perdería a mis padres y parte de mí misma.
Decidimos probar algo intermedio: pasar temporadas largas en el pueblo y otras en la ciudad; cuidar de mis padres sin renunciar del todo al sueño de Diego; aprender a ceder sin dejar de ser nosotros mismos.
No fue fácil ni lo es ahora. Pero aprendí que amar es también aceptar las contradicciones del otro… y las propias.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si solo elegí el mal menor. ¿Se puede tenerlo todo sin perderse a uno mismo? ¿O vivir es siempre renunciar a algo?