Herencia de Sombras: Cuando la Sangre No Basta

—¿Por qué no me avisaste, Victoria? ¡Era mi casa también!— grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el papel arrugado en mis manos. El eco de mi reclamo rebotó en las paredes vacías del departamento de mis padres, donde aún vivía a mis treinta años, ahorrando cada peso con la esperanza de algún día tener mi propio espacio.

Victoria me miró desde el otro lado de la mesa, los ojos fríos, casi desconocidos. —No te pongas dramática, Lucía. Era lo mejor para todos. Papá y mamá están cansados, y yo necesito el dinero tanto como tú.

Pero no era cierto. Victoria siempre había tenido una vida más fácil. Se casó joven con un ingeniero petrolero y vivía en una casa grande en las afueras de Monterrey. Yo, en cambio, trabajaba doble turno en una farmacia y daba clases particulares de matemáticas para poder juntar lo suficiente y dejar de ser la hija que nunca se fue.

La muerte del abuelo Don Ernesto había sido un golpe duro. Él era el único que me entendía, el que me enseñó a leer y a plantar bugambilias en el patio trasero. Cuando supimos que nos había dejado su casa en el centro, sentí que por fin la vida me sonreía. Era antigua, sí, pero tenía alma. Pensé en remodelarla, vivir ahí y quizás algún día formar mi propia familia.

Pero Victoria tenía otros planes. Sin consultarme, convenció a mis padres de vender la casa rápido, antes de que se desvalorizara más. Un agente inmobiliario llegó una mañana sin previo aviso, y para cuando yo supe lo que pasaba, ya había un comprador interesado.

—No puedes hacer esto —le dije a Victoria entre lágrimas—. ¡El abuelo quería que fuera nuestro hogar!

Ella suspiró con fastidio. —El abuelo ya no está, Lucía. Hay que ser prácticas.

Mis padres se mantuvieron al margen, como si no quisieran tomar partido. Mamá evitaba mi mirada y papá solo murmuraba: —Es lo mejor, hija. Así todos reciben algo.

Pero yo sabía que no era así. Victoria se quedó con la mayor parte del dinero porque argumentó que ella había pagado los impuestos atrasados y gestionado la venta. Me entregaron una suma mucho menor de lo esperado, apenas suficiente para cubrir mis deudas y seguir viviendo con mis padres.

Las semanas siguientes fueron un infierno. La tensión en la casa era insoportable. Mamá lloraba en silencio por las noches y papá se refugiaba en el taller del fondo. Yo apenas podía dormir, atormentada por la sensación de haber perdido no solo una casa, sino también a mi familia.

Un día, mientras recogía las últimas cosas del abuelo —su sombrero viejo, las cartas amarillentas que me escribía cuando era niña— encontré una nota escondida entre sus libros:

«Para Lucía y Victoria: Esta casa es para ustedes. No permitan que el dinero las separe. Recuerden que la familia es lo único que vale la pena conservar.»

Le mostré la nota a Victoria, esperando un atisbo de remordimiento. Pero ella solo la leyó y me la devolvió sin emoción.

—Ya está hecho —dijo—. No hay vuelta atrás.

Esa noche discutimos como nunca antes. Gritamos verdades hirientes, sacamos a relucir viejos rencores: su favoritismo con mamá, mi resentimiento por sentirme siempre la menos querida. Al final, Victoria se marchó dando un portazo y no volvió a llamarme.

Los meses pasaron y la distancia entre nosotras se volvió un abismo. Mis padres intentaron mediar, pero ya era tarde. La herida era demasiado profunda. Me mudé a un pequeño cuarto rentado cerca del trabajo y empecé de cero, sola y con el corazón hecho trizas.

A veces paso por la vieja casa del abuelo y veo cómo la están remodelando para convertirla en oficinas. Me duele pensar que ese lugar lleno de recuerdos ahora será solo un edificio más en la ciudad.

Me pregunto si algún día podré perdonar a Victoria o si ella siquiera piensa en mí cuando mira su cuenta bancaria o juega con sus hijos en el jardín.

¿Vale la pena perder a una hermana por dinero? ¿O es que hay heridas que ni el tiempo ni la sangre pueden sanar?