Herencia envenenada: el día que mi familia se rompió
—¿Así que esto es todo? —pregunté, sin poder disimular el temblor en mi voz. El silencio era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo. Carmen, mi suegra, estaba sentada en la cabecera de la mesa del comedor, con sus gafas de media luna y ese gesto severo que siempre me intimidó. A su lado, mi cuñado Luis sonreía con una mezcla de nerviosismo y satisfacción. Mi marido, Andrés, tenía la mirada clavada en el mantel, los nudillos blancos de apretar tanto las manos.
Ayer fue el día en que la familia de Andrés se rompió. Carmen nos había citado a todos: hijos, nietos, nueras y yernos. «Quiero dejarlo todo claro para que no haya líos cuando yo falte», había dicho. Yo pensaba que sería un trámite incómodo pero justo. Jamás imaginé que saldría de esa casa con el corazón hecho trizas.
Carmen empezó leyendo su testamento. «El piso de la calle Toledo será para Luis», anunció con voz firme. «Las joyas de la abuela para Marta» (la hija pequeña). «El dinero de la cuenta corriente se repartirá entre los nietos». Y ya está. Ni una palabra para Andrés. Ni una mención a mi marido, que durante años fue el único que se ocupó de ella cuando enfermó, el que le hacía la compra cada semana y la llevaba al médico.
Me ardía la cara de rabia. Miré a Andrés buscando apoyo, pero él seguía callado, como si no quisiera estar allí. Luis me miró de reojo y bajó la vista rápido. Marta fingía revisar el móvil. Nadie decía nada.
No pude más.
—¿Y Andrés? —pregunté, rompiendo el silencio—. ¿No le dejas nada?
Carmen me miró por encima de las gafas, con esa frialdad suya tan característica.
—Andrés ya tiene su vida hecha —respondió—. No necesita nada de mí.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía decir eso? ¿Acaso no veía todo lo que Andrés había hecho por ella? ¿No contaba nada el cariño, el esfuerzo?
Andrés me cogió la mano por debajo de la mesa, como pidiéndome que me callara. Pero yo no podía callar.
—Perdona, Carmen, pero esto no es justo —dije, alzando la voz—. Andrés ha estado siempre pendiente de ti. Cuando Luis se fue a Valencia y Marta se fue a vivir con su novio a Barcelona, ¿quién te cuidó? ¿Quién te llevó al hospital cuando te caíste? ¿Quién te arregló la caldera en pleno diciembre?
Luis carraspeó incómodo. Marta levantó la cabeza y murmuró:
—Mamá, igual deberías pensarlo mejor…
Pero Carmen negó con la cabeza.
—No quiero discutir —dijo—. Ya está decidido.
Me levanté de la mesa sin poder contener las lágrimas. Salí al pasillo y escuché cómo Andrés intentaba calmar a su madre:
—Mamá, no pasa nada. De verdad…
Pero sí pasaba. Y mucho.
En el coche, de vuelta a casa, Andrés iba en silencio. Yo no podía dejar de hablar:
—No entiendo cómo puedes quedarte tan tranquilo. ¡Es una injusticia! ¡Te ha dejado fuera como si no existieras!
Andrés suspiró.
—Es su decisión, Lucía. No quiero pelearme por dinero.
—¡No es por dinero! Es por dignidad. Por respeto a todo lo que has hecho por ella.
Andrés me miró con tristeza.
—Nunca fui el favorito, Lucía. Eso lo sabes desde el principio.
Recordé entonces todas las veces que Carmen había preferido a Luis: cuando éramos novios y ella siempre le preguntaba a Luis por su trabajo pero nunca por el nuestro; cuando nació nuestro hijo y ni siquiera vino al hospital; cuando organizaba comidas familiares y nos sentaba siempre en la esquina más alejada.
Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama pensando en lo injusta que puede ser la vida. Pensé en mis propios padres, en cómo siempre intentaron tratarme igual que a mis hermanos. Pensé en mi hijo Pablo y en cómo jamás querría que sintiera lo mismo que Andrés: ese vacío, esa sensación de ser invisible para tu propia madre.
Al día siguiente llamé a mi madre para desahogarme.
—Mamá, ¿tú crees que es normal lo que ha hecho Carmen?
Mi madre suspiró al otro lado del teléfono.
—Cariño, cada familia es un mundo… Pero entiendo cómo te sientes. A veces los padres cometen errores muy grandes sin darse cuenta del daño que hacen.
En los días siguientes, los mensajes en el grupo familiar eran fríos y cortantes. Marta intentó mediar:
—Mamá, ¿no crees que deberías hablar con Andrés? Está muy dolido…
Pero Carmen solo respondió:
—Ya he dicho todo lo que tenía que decir.
Luis ni siquiera escribió nada.
Poco a poco, Andrés empezó a distanciarse de su familia. Ya no quería ir los domingos a comer con su madre ni contestaba las llamadas de Marta. Yo veía cómo se le apagaba la mirada cada vez que hablábamos del tema.
Un día le pregunté:
—¿De verdad no te importa?
Él me miró largo rato antes de responder:
—Me duele más por ti y por Pablo que por mí mismo. Porque sé que esto nos va a separar aún más de mi familia.
Y tenía razón. Desde aquel día, nada volvió a ser igual. Las reuniones familiares se volvieron incómodas; las conversaciones, superficiales; las risas, forzadas.
A veces me pregunto si hice bien en hablar aquel día o si debería haberme callado como hizo Andrés toda su vida. Pero no puedo evitar sentir rabia e impotencia ante tanta injusticia.
¿De verdad es tan difícil para algunos padres querer a sus hijos por igual? ¿O es que las heridas familiares nunca terminan de cerrarse?