Indeseada en la alegría, imprescindible en el dolor: El precio de ser madre
—¿Por qué no viniste a la boda, mamá? —me preguntó Sergio una tarde de noviembre, mientras el viento golpeaba las ventanas del salón y yo sostenía entre las manos una taza de café frío.
No supe qué responder. ¿Cómo decirle que nunca recibí invitación? ¿Cómo explicarle que, durante meses, esperé cada día una llamada, un mensaje, una señal suya? Pero la vida siguió y yo aprendí a callar. A veces pienso que el silencio es la única herencia que nos dejan los años.
Me llamo María y nací en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. Mi vida nunca fue fácil, pero siempre creí que el amor de madre era suficiente para curar cualquier herida. Sergio es mi único hijo. Cuando conoció a Lucía, yo estaba feliz por él. Lucía era amable, aunque distante. Tenía una hija de una relación anterior, Paula, una niña callada y seria que apenas me miraba cuando venían a casa.
El día del anuncio del compromiso, Sergio me abrazó fuerte:
—Mamá, quiero que seas feliz por mí.
Lo fui. O al menos lo intenté. Pero la invitación nunca llegó. Me enteré del enlace por una vecina cotilla, Carmen, que vio las fotos en Facebook. Recuerdo cómo me temblaban las manos al ver a mi hijo vestido de traje, con Lucía radiante a su lado y Paula lanzando pétalos de rosa. Yo no estaba en ninguna foto.
Durante meses, fingí normalidad. Llamaba a Sergio cada domingo, preguntando por su trabajo en la oficina de correos y por la niña. Siempre encontraba excusas para no venir a verme: que si Paula tenía exámenes, que si Lucía estaba cansada, que si el coche estaba en el taller. Empecé a sentirme invisible.
Un día, Lucía me llamó:
—María, ¿puedes venir a cuidar de Paula? Estoy enferma y Sergio tiene turno doble.
Corrí sin pensarlo. Paula apenas me dirigió la palabra. Se encerró en su cuarto y yo pasé la tarde sentada en el sofá, mirando fotos antiguas de Sergio cuando era pequeño. Cuando Lucía volvió, ni siquiera me dio las gracias.
Así empezó mi papel: indeseada en la alegría, imprescindible en la necesidad. Me convertí en la niñera gratuita, la cuidadora de urgencias, la que hacía la compra cuando faltaba algo o preparaba croquetas para llenar el congelador. Nadie me preguntaba cómo estaba yo.
Una noche de Reyes, Sergio me llamó llorando:
—Mamá, Lucía se ha ido de casa. No sé qué hacer con Paula.
Fui corriendo. Encontré a mi hijo destrozado y a Paula sentada en el suelo del pasillo, abrazando a su peluche favorito. Pasé semanas allí, cocinando, limpiando y consolando a ambos. Cuando Lucía volvió —porque siempre vuelven— nadie mencionó mi ayuda.
El tiempo pasó y mi salud empezó a resentirse. Un día me desmayé en el supermercado. Nadie vino al hospital salvo Carmen, mi vecina. Sergio me llamó dos días después:
—Mamá, ¿puedes venir mañana? Paula tiene fiebre y Lucía está trabajando.
No pude evitarlo:
—Sergio, ¿alguna vez te has preguntado cómo estoy yo?
Silencio al otro lado del teléfono.
A veces pienso que el amor de madre es como un hilo invisible: une todo lo roto pero también puede estrangularte si tiran demasiado fuerte. Me he convertido en un recurso más para ellos: como la lavadora o el microondas. Solo me buscan cuando algo falla.
Hace unas semanas fue el cumpleaños de Paula. No recibí invitación para la fiesta. Vi las fotos en Instagram: globos rosas, tarta de unicornio y una abuela sonriente… la madre de Lucía.
Me sentí vieja y cansada. ¿En qué momento pasé de ser el centro del mundo de mi hijo a convertirme en un mueble más?
Hoy he decidido escribir esta historia porque sé que no soy la única. En España hay miles de madres como yo: mujeres que dieron todo por sus hijos y ahora sobreviven con las migajas del cariño ajeno. Nos llaman fuertes, pero nadie pregunta si queremos serlo.
Esta mañana he recibido un mensaje de Sergio:
—Mamá, ¿puedes venir esta tarde? Paula está triste y pregunta por ti.
He mirado el teléfono largo rato antes de responder. No sé si iré. Por primera vez en mi vida me pregunto: ¿hasta dónde llega el amor de madre antes de convertirse en abuso? ¿Cuándo aprenderán nuestros hijos a vernos como personas y no solo como madres?
¿Y vosotras? ¿Os habéis sentido alguna vez así? ¿Dónde está el límite entre querer y dejarse pisar?