La Belleza Enigmática: ¿Por Qué Sigo Sola a los 42?

—¿Y tú por qué sigues sola, Victoria? —La pregunta de Samuel retumbó en el pequeño café de la Candelaria, mientras la lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar y escuchar mi respuesta.

No era la primera vez que alguien me lo preguntaba. Pero esa noche, con el aroma del café recién molido y las luces cálidas reflejadas en sus ojos, sentí que no podía evadir más la verdad. Tenía 42 años y, según la lógica de mi mamá, ya debía tener dos hijos, un esposo y una casa en Chía. Pero yo solo tenía mi apartamento lleno de libros, plantas y silencios.

—¿Por qué sigo sola? —repetí, como si la respuesta estuviera escrita en el fondo de mi taza—. ¿De verdad quieres saberlo?

Samuel asintió, apoyando los codos sobre la mesa. Su interés era genuino, no como el de mis tías en las reuniones familiares, que preguntaban solo para luego susurrar entre ellas: «Pobrecita, tan bonita y tan sola».

Respiré hondo y dejé que mi mente viajara atrás, a los días en que creía que el amor era una promesa fácil. Tenía 25 años cuando conocí a Julián, un periodista apasionado por la política y las causas perdidas. Nos enamoramos rápido, como se enamoran los jóvenes: sin miedo y sin reservas. Pero el amor no fue suficiente para sobrevivir a sus ausencias, a sus mentiras piadosas y a mi necesidad de sentirme vista. Cuando me dejó por una colega del periódico, juré no volver a confiar tan rápido.

Después vino Andrés, un ingeniero que soñaba con irse a Canadá. Me pidió que lo acompañara, pero yo no podía dejar a mi mamá sola. Mi papá había muerto de un infarto cuando yo tenía 18 años y desde entonces ella dependía de mí para todo: desde pagar las cuentas hasta acompañarla al médico. Andrés se fue solo y yo me quedé con la culpa y el vacío.

—No es que no haya tenido oportunidades —le dije a Samuel—. Es que siempre había algo más importante: mi familia, mi trabajo, mis miedos…

Samuel me miró con una mezcla de ternura y curiosidad. —¿Y nunca pensaste en ti?

Esa pregunta me dolió más que todas las anteriores. Porque sí, muchas veces pensé en mí. Pero cada vez que lo hacía, algo pasaba: mi hermano menor se metía en problemas, mi mamá enfermaba o el trabajo exigía más de lo que podía dar. En Colombia, ser mujer soltera después de los 35 es casi un pecado. Las miradas en las reuniones familiares pesan más que cualquier soledad.

Recuerdo una Navidad en la casa de mi tía Lucía. Todos brindaban por los nuevos bebés y los matrimonios recientes. Yo estaba sentada al fondo, sirviendo buñuelos y escuchando cómo mi prima Laura contaba su historia de amor con un médico exitoso. Mi mamá se acercó y me susurró al oído: «¿Por qué no puedes ser como Laura?». Esa noche lloré hasta quedarme dormida.

Pero también hubo momentos hermosos en mi soledad. Aprendí a viajar sola, a perderme en las calles de Cartagena sin miedo ni compañía. Descubrí el placer de leer un libro entero en una tarde lluviosa y el orgullo de comprarme mi propio apartamento con el sudor de mi frente. Fui feliz muchas veces, aunque nadie lo viera.

—¿Y ahora? —preguntó Samuel—. ¿Todavía tienes miedo?

Lo miré largo rato antes de responder. —A veces sí. Pero ya no es miedo a estar sola. Es miedo a perderme a mí misma por complacer a los demás.

Samuel sonrió y tomó mi mano sobre la mesa. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Era la primera vez en años que alguien me tocaba así, sin prisa ni expectativas.

—¿Sabes? —dijo él—. Creo que eres más valiente de lo que crees.

Me reí bajito, sintiendo cómo la tensión se disolvía entre nosotros. Afuera seguía lloviendo y el mundo parecía lejano e irrelevante.

—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Por qué estás solo?

Samuel suspiró y bajó la mirada. —Después de mi divorcio, pensé que nunca volvería a confiar en nadie. Pero aquí estoy… intentando otra vez.

Nos quedamos en silencio, compartiendo nuestras heridas sin necesidad de palabras. Por primera vez entendí que la soledad no era un castigo ni una maldición; era simplemente parte del camino.

Cuando salimos del café, la lluvia había cesado y las calles brillaban bajo las luces amarillas de los faroles coloniales. Caminamos despacio, sin rumbo fijo, como si el tiempo nos perteneciera solo a nosotros.

Esa noche, al llegar a casa, me miré al espejo y vi a una mujer distinta: fuerte, cansada pero esperanzada. No sé si algún día encontraré el amor que todos esperan para mí. Pero por primera vez siento que no le debo explicaciones a nadie.

¿Será que la felicidad está en aprender a estar bien con uno mismo antes que buscarla en otros? ¿Cuántas mujeres como yo cargan con culpas ajenas y sueños postergados? Los leo…