La casa de las grietas

—¿Otra factura más, Sergio? ¿De verdad hacía falta ese grifo tan caro?—La voz de Lucía retumbó en la cocina vacía, donde el eco parecía burlarse de nosotros. Yo sostenía el sobre con el logo del banco, sintiendo cómo el sudor me resbalaba por la frente. No era solo el dinero; era la presión, la sensación de que todos los demás—nuestros amigos, mis hermanos, hasta los vecinos—tenían sus vidas perfectamente ordenadas mientras la nuestra se desmoronaba como el yeso viejo de las paredes.

A veces me pregunto cuándo empezó todo a ir mal. Quizá fue el día que firmamos la hipoteca, con esa mezcla de ilusión y miedo. O tal vez fue cuando Lucía perdió a su abuela, la única persona que parecía entenderla de verdad. Desde entonces, ella se volvió más callada, más distante. Yo intentaba compensar su tristeza con gestos prácticos: una cocina nueva, azulejos importados de Valencia, un sofá que costó más que mi primer coche. Pero nada llenaba el vacío.

—No es solo el grifo, Lucía. Es que quiero que estemos bien aquí. Que esta casa sea un hogar.—Intenté acercarme, pero ella se apartó, mirando por la ventana hacia el jardín donde aún quedaban escombros.

—¿Y crees que eso se compra? ¿Que puedes tapar todo con cemento y pintura?

Me quedé callado. No sabía qué responder. La verdad es que yo también me sentía perdido. Cada vez que veía a mis amigos en Instagram celebrando cenas perfectas en salones impolutos, sentía una punzada de envidia y vergüenza. ¿Por qué nosotros no podíamos tener eso? ¿Por qué cada decisión parecía una batalla?

Las obras avanzaban lentas. El albañil, Paco, siempre encontraba algo nuevo que arreglar. «Esto está peor de lo que parecía, Sergio», decía mientras señalaba una grieta que yo juraría no estaba allí la semana anterior. Cada factura era un recordatorio de que habíamos apostado todo a un sueño que se nos escapaba entre los dedos.

Una noche, después de discutir por enésima vez sobre el presupuesto, encontré a Lucía sentada en el suelo del salón, rodeada de cajas sin abrir. Sostenía una foto antigua de su abuela.

—¿Sabes lo que echo de menos?—me dijo sin mirarme—La tranquilidad de su casa. Allí nunca faltaba nada importante. Ni dinero ni cariño.

Me senté a su lado. Por primera vez en meses, no intenté arreglar nada. Solo escuché.

—Siento que todo lo hago mal, Lucía. Que no soy suficiente para ti ni para esta casa.—Mi voz tembló más de lo que esperaba.

Ella me miró por fin, con los ojos rojos pero sinceros.

—No necesito una casa perfecta, Sergio. Solo quiero sentirme acompañada en esto. No quiero perderte también a ti.

Nos abrazamos entre cajas y polvo. Por un momento, el peso del mundo pareció aligerarse.

Pero la realidad volvió pronto. Las facturas seguían llegando y las obras no terminaban nunca. Mis padres empezaron a preguntar si necesitábamos ayuda, pero mi orgullo me impedía aceptar nada. En las comidas familiares, mi hermano Álvaro presumía de su piso nuevo en Chamberí y su coche eléctrico. Yo asentía y sonreía, mientras por dentro sentía que me ahogaba.

Una tarde, al volver del trabajo, encontré a Lucía llorando en la escalera. Había recibido una carta del banco: si no pagábamos la próxima cuota, podrían embargarnos.

—No puedo más, Sergio. Esto nos está matando.—Su voz era apenas un susurro.

Me senté junto a ella y por primera vez le conté lo asustado que estaba. Hablamos durante horas: de nuestras expectativas, del duelo por su abuela, del miedo a fracasar.

Decidimos pedir ayuda: vendimos algunos muebles caros y aceptamos la ayuda económica de mis padres. También fuimos juntos a terapia. Poco a poco, aprendimos a hablar sin reproches y a reírnos incluso cuando una tubería reventó y nos dejó sin agua caliente durante una semana entera.

La casa sigue llena de grietas y cajas sin abrir, pero ahora las vemos como parte de nuestra historia. Ya no intentamos aparentar ante nadie; hemos aprendido que nadie lo tiene todo bajo control, aunque lo parezca desde fuera.

A veces me pregunto: ¿Cuántas parejas viven atrapadas en esta carrera absurda por la perfección? ¿Cuántos esconden sus grietas detrás de fotos bonitas? ¿Y si empezáramos a hablar más honestamente sobre lo difícil que es construir un hogar… y una vida juntos?