La casa de los silencios: Cuando el amor se convierte en costumbre
—¿Por qué no me lo dijiste antes, Rubén? —le pregunté aquella noche, mientras la lluvia golpeaba los cristales del salón recién estrenado. Él ni siquiera levantó la vista del móvil. Solo encogió los hombros, como si mi pregunta fuera una gota más en el océano de silencios que últimamente nos separaba.
No sé en qué momento dejamos de hablarnos. Quizá fue cuando empezamos a construir la casa para Lucía, nuestra hija mayor. Mis padres y los suyos estaban convencidos de que era lo mejor: “Así, cuando Lucía y Diego sean mayores, tendrán su propio espacio. ¡Quién sabe! A lo mejor hasta terminan juntos”, decían entre risas y codazos durante las comidas familiares. Yo sonreía por compromiso, pero por dentro sentía una punzada extraña. ¿Por qué todos daban por hecho que nuestros hijos debían repetir nuestra historia?
Rubén y yo nos conocimos en el instituto de nuestro barrio en Salamanca. Él era el chico callado de la última fila; yo, la que siempre levantaba la mano. Nunca imaginé que acabaríamos juntos. Pero la vida, como el río Tormes, da muchas vueltas. Nos reencontramos en la universidad y, tras años de amistad, un día simplemente sucedió: nos enamoramos. Fue un amor tranquilo, sin fuegos artificiales, pero lleno de promesas susurradas al oído y planes para un futuro juntos.
Ahora, sentados en la cocina de nuestra nueva casa, apenas nos miramos. Los niños corren por el pasillo, ajenos a la tensión que se respira en el ambiente. Mi madre llama cada tarde para preguntar cómo va la obra del jardín, si ya hemos pensado en la comunión de Lucía, si Diego sigue con sus clases de piano. Yo respondo con monosílabos y cuelgo rápido. No quiero que note el temblor en mi voz.
Una noche, después de acostar a los niños, me atreví a romper el hielo:
—Rubén, ¿tú eres feliz aquí?
Él tardó en responder. Se frotó las manos, miró el suelo y finalmente murmuró:
—No lo sé, Marta. Siento que estamos viviendo una vida que no es la nuestra.
Aquellas palabras me atravesaron como un cuchillo. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? ¿En qué momento dejamos de ser Marta y Rubén para convertirnos en “los padres de Lucía y Diego”, “los hijos ejemplares”, “los que construyen una casa para el futuro”?
Recuerdo el día que pusimos la primera piedra. Toda la familia estaba allí: mis padres, sus padres, los niños jugando con los sacos de cemento. Mi suegra me abrazó fuerte y susurró: “Ahora sí que sois una familia de verdad”. Yo asentí, aunque sentí que algo dentro de mí se rompía un poco.
Las semanas pasaron entre visitas al Leroy Merlin y discusiones sobre azulejos y lámparas. Rubén se refugiaba en el trabajo; yo me perdía en los grupos de WhatsApp del colegio. Por las noches, compartíamos cama pero no sueños. A veces le oía suspirar en la oscuridad y me daban ganas de abrazarle, pero algo —el orgullo, el miedo o quizá la costumbre— me lo impedía.
Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos churros con chocolate, Lucía preguntó:
—Mamá, ¿por qué todos dicen que Diego y yo vamos a vivir juntos cuando seamos mayores?
Me atraganté con el café. Rubén me miró de reojo y luego contestó él:
—Porque a los abuelos les gusta imaginar cosas bonitas para vosotros.
Lucía frunció el ceño:
—¿Y si yo quiero vivir sola? ¿O irme a Barcelona?
Me reí nerviosa.
—Puedes hacer lo que quieras, cariño.
Pero por dentro sentí vértigo. ¿Y si nuestros hijos no querían seguir el camino que nosotros habíamos trazado? ¿Y si nosotros mismos tampoco queríamos seguirlo?
Esa noche soñé con mi yo adolescente: la chica que quería viajar por el mundo, escribir novelas y enamorarse mil veces antes de sentar cabeza. Me desperté llorando en silencio para no despertar a Rubén.
Las semanas siguientes fueron una sucesión de pequeñas derrotas: una discusión por quién recogía a los niños del colegio; un portazo tras otra llamada de mi suegra preguntando por las cortinas; un silencio incómodo durante la cena porque ninguno sabía ya de qué hablar.
Un viernes cualquiera, mientras recogía los platos del lavavajillas, Rubén se acercó por detrás y me tocó el hombro.
—Marta…
Me giré despacio.
—¿Qué?
—¿Tú crees que aún podemos arreglarlo?
Me quedé mirándole largo rato. Vi en sus ojos al chico tímido del instituto, al amigo fiel de la universidad, al hombre con quien había soñado una vida distinta.
—No lo sé —susurré—. Pero quiero intentarlo.
Esa noche hablamos durante horas. Lloramos, reímos recordando anécdotas del pasado y confesamos miedos que nunca habíamos dicho en voz alta. Nos prometimos buscar ayuda profesional y dejar de vivir según las expectativas ajenas.
No fue fácil. Los abuelos protestaron cuando les dijimos que Lucía podría irse a estudiar fuera o que Diego quizá no querría vivir en esa casa nunca. Los amigos cuchicheaban sobre nuestra “crisis”. Pero poco a poco aprendimos a escucharnos otra vez, a buscar pequeños momentos solo para nosotros: un paseo por el río al atardecer, una cena improvisada cuando los niños dormían.
Hoy escribo esto sentada en el porche de esa casa que ya no siento como una jaula sino como un refugio imperfecto pero nuestro. Rubén lee el periódico a mi lado; Lucía pinta en su habitación; Diego juega con su perro en el jardín.
A veces me pregunto: ¿cuántas parejas viven atrapadas en vidas que otros han planeado para ellas? ¿Cuánto pesa el “qué dirán” frente al deseo auténtico? ¿Y si nos atreviéramos todos a construir —de verdad— nuestro propio hogar?