La Decisión Tardía: Cuando Traje a Mamá a Casa

—¿Por qué me trajiste aquí, hijo? —La voz de mi mamá, Carmen, retumbó en la sala apenas cerré la puerta del departamento. Su maleta, vieja y desbordada, parecía tan fuera de lugar como ella en medio de mis muebles modernos y mis plantas secas.

No supe qué responderle. Me limité a dejar las llaves sobre la mesa y a mirar por la ventana, donde la ciudad de México rugía con su tráfico y sus luces. Había pasado un año desde que papá murió en nuestro pueblo de Veracruz. Un año en el que yo, Andrés, me convencí de que mamá no podía seguir sola. Pero ahora, con ella aquí, sentía que el silencio entre nosotros era más pesado que nunca.

—Mamá, aquí vas a estar mejor. No quiero que estés sola —dije al fin, pero mi voz sonó hueca incluso para mí.

Ella suspiró y se sentó en el sillón, abrazando su bolso como si fuera un salvavidas. —No es lo mismo, hijo. Aquí no conozco a nadie. Allá tenía a las vecinas, a doña Lupita, al señor Efraín…

Me mordí los labios. ¿Cómo explicarle que yo tampoco tenía a nadie? Mis amigos se habían ido del país o estaban tan ocupados como yo. Mi vida era trabajo y más trabajo. Pensé que trayéndola conmigo podría llenar ese vacío, pero ahora el departamento se sentía más pequeño y los recuerdos más grandes.

La primera semana fue un desfile de incomodidades. Mamá se levantaba temprano y me despertaba con el ruido de las ollas. Cocinaba como si esperara una familia entera a desayunar. Yo apenas probaba bocado antes de salir corriendo al trabajo.

—¿No te vas a llevar lunch? —me preguntaba cada mañana.

—No tengo tiempo, má —le respondía sin mirarla.

Por las noches, la encontraba sentada frente al televisor apagado. A veces lloraba en silencio. Otras veces me contaba historias del pueblo, de cuando papá estaba vivo y yo era niño y no tenía miedo de nada.

Pero pronto empezaron los roces. Un día llegué tarde porque el metro se detuvo por una falla eléctrica. Al abrir la puerta, mamá me esperaba con cara de preocupación.

—¿Dónde estabas? Ya son las once —me reclamó.

—Mamá, ya no soy un niño —le contesté con más dureza de la necesaria.

Ella bajó la mirada y murmuró: —Es que no me avisas…

Me sentí culpable al instante, pero el cansancio pudo más. Me encerré en mi cuarto y escuché cómo sollozaba bajito en la sala.

Las semanas pasaron y la tensión creció. Mamá empezó a enfermarse seguido: que si le dolía la cabeza, que si no podía dormir, que si extrañaba el aire del campo. Yo intentaba ser paciente, pero mi trabajo exigía cada vez más. Un día exploté:

—¡No puedo con todo! ¡No soy tu papá! —grité sin querer.

El silencio fue brutal. Mamá se levantó despacio y se encerró en el baño. Esa noche no cenamos juntos.

Al día siguiente recibí una llamada de mi tía Rosa desde Veracruz:

—Andrés, tu mamá no está bien. No es fácil para ella dejar su vida atrás. ¿Por qué no le preguntas si realmente quiere quedarse?

Me quedé pensando en eso todo el día. Al volver a casa encontré a mamá mirando una foto vieja de papá.

—¿Te arrepientes de estar aquí? —le pregunté sin rodeos.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—No me arrepiento de estar contigo, hijo… pero sí extraño mi casa, mi gente. Aquí siento que estorbo.

Sentí un nudo en la garganta. Me di cuenta de que nunca le pregunté qué quería ella; solo pensé en lo que yo creía correcto.

Esa noche hablamos largo y tendido. Me contó cómo se sentía invisible entre los edificios altos y el ruido constante; cómo extrañaba el olor del café recién hecho en la plaza del pueblo; cómo le dolía ver que yo también estaba solo, aunque estuviéramos juntos.

—¿Por qué nunca hablamos así antes? —le pregunté.

Ella sonrió triste: —Porque siempre estamos corriendo detrás de algo… o huyendo de algo.

Decidimos buscar una solución juntos. Hablamos con mi tía Rosa y acordamos que mamá pasaría temporadas en el pueblo y otras conmigo en la ciudad. No era perfecto, pero era lo mejor para ambos.

El día que la llevé de regreso al pueblo, lloramos los dos en silencio durante todo el camino. Al despedirnos, mamá me abrazó fuerte:

—Gracias por intentarlo, hijo. A veces amar también es saber soltar.

Ahora mi departamento está vacío otra vez, pero siento menos culpa y más paz. Aprendí que cuidar a alguien no siempre significa tenerlo cerca; a veces es escuchar lo que realmente necesita.

¿Ustedes qué harían? ¿Han sentido alguna vez que intentaron reparar algo demasiado tarde? ¿Es posible sanar las heridas familiares cuando ya parece demasiado tarde?