La felicidad en silencio: El misterio de mi madre y sus elecciones
—¿Por qué lo haces, mamá? —le pregunté una vez más, casi suplicando, mientras la veía sacar del fondo del armario aquel jersey gris lleno de bolitas y los vaqueros descoloridos que tanto detestaba.
Ella ni siquiera me miró. Se limitó a sonreír con esa serenidad que a veces me sacaba de quicio y murmuró su frase favorita: —La felicidad ama el silencio, Lucía.
No era la primera vez que teníamos esta conversación. Desde que tengo memoria, mi madre, Carmen, ha sido una mujer discreta, casi invisible. En el barrio de Chamberí, donde vivimos, la gente la conoce como “la señora que siempre va igual vestida”. Yo, en cambio, nunca entendí esa necesidad de pasar desapercibida. ¿Por qué esconderse cuando podrías brillar?
Recuerdo el día en que todo explotó. Fue un domingo de abril, justo antes de la comunión de mi hermano pequeño, Álvaro. Mi padre, Manuel, estaba sentado en la mesa del salón leyendo el periódico deportivo. Yo entré corriendo, agitada por la rabia y la incomprensión.
—¡Papá! ¿No te parece raro lo de mamá? ¡Tiene vestidos preciosos y nunca se los pone! ¡Parece que le da vergüenza ser feliz!
Él bajó el periódico lentamente y me miró con esos ojos cansados que últimamente parecían no querer ver nada.
—Déjala, Lucía. Tu madre es así. No le gusta llamar la atención.
Pero yo no podía dejarlo pasar. No cuando veía cómo las madres de mis amigas iban siempre arregladas, cómo reían y se hacían fotos en las fiestas del colegio. Mi madre siempre estaba al fondo, con su ropa vieja y su sonrisa discreta.
Esa noche, decidí enfrentarla directamente. Entré en su habitación sin llamar. Ella estaba sentada en la cama, doblando una camisa que ya debería haber ido a la basura hace años.
—Mamá, ¿por qué no te arreglas nunca? ¿Por qué no quieres ser como las demás?
Me miró largo rato antes de responder. Sus ojos tenían una tristeza que nunca había notado.
—Lucía, hay cosas que no entiendes todavía. La felicidad… —hizo una pausa— …ama el silencio porque el ruido atrae problemas. Y yo ya tuve suficiente ruido en mi vida.
Me senté a su lado, confundida. ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué ruido? ¿Qué problemas?
Pasaron los días y la tensión creció en casa. Mi padre cada vez hablaba menos. Álvaro, ajeno a todo, solo pensaba en su comunión y en el traje nuevo que mamá le había comprado con tanto esmero.
Una tarde, mientras ayudaba a mi madre a limpiar el trastero, encontré una caja llena de fotos antiguas. En ellas, mi madre era otra persona: joven, radiante, vestida con ropa elegante y rodeada de gente sonriente. Había una foto en especial que me llamó la atención: mi madre con un hombre que no era mi padre, ambos vestidos para una fiesta, riendo como si el mundo les perteneciera.
—¿Quién es este? —pregunté sin poder ocultar mi curiosidad.
Mi madre se quedó helada. Por un momento pensé que iba a romper a llorar.
—Se llamaba Enrique —dijo al fin—. Fue… alguien importante para mí antes de conocer a tu padre.
No quise presionar más, pero esa noche apenas pude dormir. ¿Qué había pasado con Enrique? ¿Por qué mi madre había cambiado tanto?
Al día siguiente, decidí hablar con mi abuela Pilar. Ella siempre había sido más abierta conmigo.
—Abuela, ¿por qué mamá es tan reservada? ¿Quién era Enrique?
Mi abuela suspiró y me hizo sentar a su lado.
—Tu madre era muy feliz cuando era joven. Salía mucho, tenía amigos, sueños… Pero cuando Enrique murió en aquel accidente de coche, algo dentro de ella se rompió. Desde entonces decidió vivir sin hacer ruido, sin destacar. Dice que así duele menos si algo malo vuelve a pasar.
Sentí un nudo en la garganta. Por primera vez entendí que la ropa vieja no era solo una elección estética; era una armadura contra el dolor.
Volví a casa y encontré a mi madre sentada en la cocina, mirando por la ventana como si esperara respuestas en el cielo de Madrid.
—Mamá —dije suavemente—, no tienes que esconderte para protegernos del dolor. Podemos ser felices aunque nos vean.
Ella me miró con lágrimas en los ojos y me abrazó fuerte.
—Ojalá fuera tan fácil, hija. Pero cada uno encuentra su manera de sobrevivir.
Desde entonces he intentado comprenderla mejor. A veces me frustra verla renunciar a tantas cosas por miedo al pasado. Otras veces admiro su fortaleza silenciosa. Pero sigo preguntándome: ¿vale la pena vivir escondiéndose del mundo para evitar el dolor? ¿O es mejor arriesgarse a ser feliz aunque duela?
¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible encontrar la felicidad sin miedo al ruido del mundo?