La herencia envenenada de la abuela Carmen

—¿De verdad crees que es buena idea, Raúl? —le susurré a mi marido mientras la voz de su madre retumbaba en el salón.

—No tenemos muchas opciones, Laura. ¿Has visto lo que cuesta una guardería privada? —me respondió, con la mirada clavada en el suelo.

Carmen, mi suegra, se paseaba por nuestro pequeño piso de Vallecas como si fuera suyo. Siempre lo había hecho. Pero esa tarde, su propuesta nos dejó helados: “Si me dais vuestros ahorros, transfiero el piso de la playa a nombre de Lucía. Así os ahorráis la guardería y yo cuido de mi nieta. Todos ganamos”.

Me quedé muda. El piso de Torrevieja era el tesoro familiar, el lugar donde Raúl pasó todos los veranos de su infancia. Pero Carmen nunca había hablado de cederlo… hasta ahora. Y justo cuando yo estaba a punto de reincorporarme al trabajo tras la baja por maternidad, con el corazón partido por dejar a Lucía tan pequeña.

—Mamá, ¿estás segura? —preguntó Raúl, dudando.

—Claro que sí, hijo. ¿No confías en mí? —respondió ella, ofendida—. Además, ¿no prefieres que Lucía herede algo seguro? Yo ya no voy a vivir allí para siempre…

La frase quedó flotando en el aire como una amenaza velada. Carmen tenía 68 años y una salud de hierro. No parecía dispuesta a dejar su refugio junto al mar tan fácilmente.

Esa noche, Raúl y yo discutimos hasta la madrugada. Yo no podía evitar pensar en todo lo que podía salir mal. ¿Y si Carmen cambiaba de opinión? ¿Y si luego reclamaba el piso? ¿Y si nuestros ahorros desaparecían y nos quedábamos sin nada?

Pero la presión era enorme. Mi trabajo en una editorial me apasionaba, pero no podíamos permitirnos una niñera ni más meses sin sueldo. Y Lucía… Lucía era tan pequeña aún.

Al final, cedimos. Firmamos un acuerdo privado y le transferimos a Carmen los 18.000 euros que habíamos ahorrado durante años. Ella prometió iniciar los trámites para poner el piso a nombre de Lucía en cuanto terminara el verano.

Al principio todo fue bien. Carmen venía cada mañana a casa y cuidaba de Lucía con devoción. Cocinaba potajes, le cantaba nanas y llenaba la casa de olor a colonia Nenuco y croquetas recién hechas. Yo podía trabajar tranquila, aunque algo dentro de mí no terminaba de relajarse.

Pero pronto empezaron los problemas. Carmen empezó a hacer comentarios sobre cómo educábamos a Lucía:

—Esta niña necesita mano dura, Laura. Así no va a aprender nunca…

O:

—¿Por qué le das tanta fruta? En mis tiempos los niños comían pan con chocolate y estaban sanísimos.

Las discusiones se hicieron diarias. Raúl intentaba mediar, pero siempre acabábamos igual: yo llorando en la cocina y Carmen ofendida en el salón.

El colmo llegó cuando descubrí que Carmen no había iniciado ningún trámite para transferir el piso. Cada vez que le preguntábamos, ponía excusas:

—Es que el notario está de vacaciones…
—No encuentro los papeles…
—Ya lo haré cuando pase el calor…

Un día, harta, le dije:

—Carmen, necesitamos una fecha. No podemos seguir así.

Ella explotó:

—¡Sois unos desagradecidos! ¡Os lo doy todo y aún dudáis de mí! ¡Ese piso es mío y haré con él lo que quiera!

Raúl se quedó pálido. Yo sentí cómo se me rompía algo por dentro.

A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Carmen empezó a llegar tarde o directamente no venía algunos días. Lucía lloraba desconsolada cuando veía que su abuela no aparecía. Tuvimos que buscar una guardería pública deprisa y corriendo, con lista de espera y horarios imposibles.

El dinero ya no estaba. Carmen lo había usado para reformar su baño y comprarse un televisor nuevo. Cuando le pedimos explicaciones, nos gritó que era su derecho por cuidar a su nieta.

La familia se rompió en mil pedazos. Los hermanos de Raúl se pusieron de parte de su madre; decían que éramos unos egoístas por reclamarle nada a una mujer mayor. Mis padres no querían saber nada del asunto; decían que ya nos habían advertido.

Las cenas familiares se convirtieron en campos de batalla silenciosos. Nadie hablaba del tema, pero todos lo pensaban. Lucía preguntaba por su abuela cada noche antes de dormir.

Ahora, meses después, seguimos sin piso en la playa y sin ahorros. La relación con Carmen es fría y distante; solo viene en Navidad o cumpleaños, y apenas mira a Lucía.

A veces me pregunto si hicimos bien en confiar en ella. Si el dinero puede destruir una familia o si solo saca lo peor de cada uno. ¿Qué haríais vosotros? ¿Se puede perdonar algo así alguna vez?