La herencia que no dejé a mi hijo: una decisión entre el amor y la justicia

—¿De verdad vas a hacer esto, mamá? —La voz de Sergio retumbó en el salón, tan fría como la tarde de noviembre que se colaba por la ventana.

Me quedé quieta, con el testamento entre las manos temblorosas. El notario acababa de marcharse y el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mi hija Lucía me miraba desde el otro extremo de la mesa, los ojos enrojecidos por las lágrimas.

—No es justo —insistió Sergio, apretando los puños—. Siempre has tenido preferencia por Lucía. ¿Ahora también le vas a dejar todo?

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Preferencia? ¿Eso pensaba mi hijo después de todo lo que habíamos pasado juntos? Cerré los ojos y me dejé llevar por los recuerdos: las noches en vela esperando a que llegara de fiesta, las veces que tuve que pedirle a mi hermana Carmen que me prestara dinero para pagar el alquiler, los domingos en los que solo teníamos lentejas para comer porque la pensión de su padre no llegaba.

—No es cuestión de preferencia, Sergio —dije al fin, con la voz rota—. Es cuestión de responsabilidad.

Lucía sollozó y se tapó la cara. Sergio se levantó bruscamente y tiró la silla al suelo.

—¡Responsabilidad! ¿Y yo qué? ¿No he sido tu hijo también? ¿No he estado aquí cuando lo has necesitado?

Quise gritarle que sí, que claro que había estado… pero también recordé todas las veces que desapareció durante días, las llamadas de la policía porque lo habían pillado robando en El Corte Inglés, las discusiones interminables sobre su futuro. Recordé cómo Lucía, con apenas dieciséis años, empezó a trabajar en una panadería para ayudarme con los gastos mientras Sergio gastaba el poco dinero que teníamos en fiestas y apuestas.

—Sergio —dije bajito—, esto no es un castigo. Es… es lo mejor para todos.

Él me miró con rabia y dolor. Me dolía más a mí que a él, pero tenía que ser fuerte. Había pasado demasiados años justificando sus errores, tapando sus problemas con dinero que no teníamos. Había hipotecado mi salud y mi tranquilidad por intentar salvarlo una y otra vez.

—¿Y si cambio? —preguntó de repente, casi suplicando—. ¿Y si demuestro que puedo ser responsable?

Me acerqué despacio y le tomé la mano. Sentí su piel fría y temblorosa.

—Ojalá lo hagas, hijo. Ojalá algún día puedas perdonarme por esto. Pero ahora mismo… no puedo arriesgarme a que todo lo que he luchado acabe en manos equivocadas.

Lucía se levantó y vino hacia mí. Me abrazó fuerte y sentí su llanto en mi hombro.

—Mamá… —susurró—. No quiero que esto nos separe más.

Sergio se apartó bruscamente y salió dando un portazo. El eco resonó en toda la casa, como un presagio de lo que vendría después.

Me senté en el sofá y miré el testamento sobre la mesa. ¿Había hecho bien? ¿Era justo privar a mi hijo de su parte por miedo a lo que pudiera hacer con ella? ¿O era una madre cobarde incapaz de confiar en su propio hijo?

Las semanas siguientes fueron un infierno. Sergio dejó de hablarme. Carmen intentó mediar, pero él no quería escuchar razones. Lucía se sentía culpable por recibirlo todo y yo… yo me sentía más sola que nunca.

Una tarde, mientras recogía la ropa tendida en la azotea, escuché la voz de mi vecina Pilar desde el patio:

—¿Qué tal estás, Rosa?

Me encogí de hombros.

—Sobreviviendo, Pilar. Ya sabes… cosas de familia.

Ella asintió con comprensión.

—A veces hay que tomar decisiones difíciles para proteger lo poco que tenemos. No te castigues más.

Pero yo no podía dejar de hacerlo. Cada vez que veía la foto de Sergio de pequeño, con sus rizos rubios y su sonrisa traviesa, sentía una punzada en el pecho. ¿En qué momento se había torcido todo? ¿Fue culpa mía por no saber poner límites? ¿Por querer compensar la ausencia de su padre con demasiada libertad?

Una noche, Sergio apareció en casa borracho. Gritó, lloró y me pidió perdón entre sollozos. Me abrazó como cuando era niño y me prometió cambiar. Yo solo pude llorar con él.

—Mamá… no quiero perderte —susurró—. Pero tampoco quiero sentirme menos que Lucía.

Le acaricié el pelo y le besé la frente.

—Nunca serás menos para mí, Sergio. Pero tienes que entender… tienes que demostrarme que puedo confiar en ti.

Él asintió y se fue tambaleando a su habitación. Al día siguiente se marchó temprano sin decir nada.

Pasaron meses antes de volver a saber de él. Un día recibí una carta desde Valencia: había encontrado trabajo en una cafetería y estaba intentando salir adelante. Me pidió tiempo para perdonarme y para perdonarse a sí mismo.

Lucía siguió ayudándome en casa y poco a poco la herida fue cerrando. Pero cada noche, antes de dormir, miraba al techo y me preguntaba si algún día Sergio entendería mi decisión.

¿Hice bien al proteger mi herencia aunque eso significara perder a mi hijo durante un tiempo? ¿O debería haber confiado más en él y menos en mis miedos?

A veces el amor de madre duele más que cualquier otra cosa en el mundo. ¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?