La llamada de Lucía: Entre la traición y el perdón

—¿Quién es Marta? —pregunté con la voz temblorosa, el móvil aún caliente en mi mano, el corazón golpeando como si quisiera salirse del pecho.

Sergio me miró desde el sofá, con esa expresión de niño asustado que tantas veces me había enternecido. Pero esta vez no sentí ternura, sino una rabia sorda que me subía por la garganta como un grito ahogado.

—No sé de qué hablas, Lucía —balbuceó, evitando mi mirada.

Mentira. Lo sabía perfectamente. Había escuchado los mensajes de voz: “Te echo de menos, Marta”, “Ojalá estuvieras aquí”, “En unos días estaré contigo, te lo prometo”. Palabras que nunca me había dicho a mí en los últimos años. Palabras que ahora me desgarraban.

Me senté frente a él, con las piernas temblorosas. La cocina olía a café frío y a tortilla de patatas olvidada en la sartén. Era un jueves cualquiera en nuestro piso de Vallecas, pero para mí, ese día marcaba el fin del mundo tal y como lo conocía.

—¿Cuánto tiempo llevas viéndola? —insistí, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con una tristeza infinita.

Sergio suspiró y se pasó la mano por el pelo. —No es lo que piensas…

—¡No me tomes por tonta! —grité, y sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos—. ¿Cuánto tiempo?

El silencio se hizo espeso entre nosotros. Afuera, los vecinos discutían por el volumen de la tele. Dentro, mi vida se desmoronaba.

—Desde hace unos meses —admitió al fin, bajando la cabeza—. Pero no significa nada…

Me levanté de golpe. La silla chirrió sobre las baldosas. Recordé el día en que nos conocimos en la universidad Complutense, cuando yo soñaba con cambiar el mundo y él me miraba como si yo fuera todo su universo. Recordé nuestras primeras vacaciones en Cádiz, las noches de risas y promesas bajo las estrellas. ¿En qué momento nos habíamos perdido?

—¿No significa nada? —repetí, casi riendo—. ¿Decirle que la amas no significa nada?

Sergio no respondió. Se quedó allí sentado, derrotado, mientras yo recogía mi bolso y salía de casa sin saber adónde ir. Bajé las escaleras corriendo, como si pudiera dejar atrás el dolor con cada peldaño.

Caminé sin rumbo por las calles de Madrid, entre bares llenos de gente y terrazas donde las parejas reían ajenas a mi desgracia. Llamé a mi hermana Carmen, la única persona en quien podía confiar.

—Ven a casa —me dijo—. No tienes por qué pasar esto sola.

En su piso de Lavapiés, me abrazó fuerte y me dejó llorar hasta quedarme sin fuerzas. Me preparó un té y escuchó mi historia sin juzgarme.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó al fin.

No lo sabía. Quería gritarle a Sergio, romper todos sus recuerdos, pedirle explicaciones hasta quedarme sin voz. Pero también quería entender en qué momento dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos extraños bajo el mismo techo.

Esa noche no dormí. Repasé cada discusión, cada silencio incómodo en la cena, cada vez que preferimos mirar el móvil antes que mirarnos a los ojos. ¿Había sido culpa mía? ¿Habíamos dejado morir el amor sin darnos cuenta?

Al día siguiente volví a casa. Sergio estaba sentado en la cocina, con ojeras profundas y una taza de café entre las manos.

—Lucía…

Le interrumpí con un gesto. —No quiero excusas. Quiero saber si aún queda algo entre nosotros que merezca la pena salvar.

Se levantó despacio y se acercó a mí. Por primera vez en mucho tiempo vi miedo en sus ojos.

—Te juro que no quería hacerte daño —susurró—. Me sentía solo… Tú siempre estabas ocupada con el trabajo, con tu madre enferma… Yo también me perdí.

Sentí una punzada de culpa mezclada con rabia. Sí, había estado ausente. Mi madre llevaba meses luchando contra un cáncer y yo apenas tenía fuerzas para nada más que sobrevivir al día a día. Pero eso no justificaba su traición.

—Podrías haberme hablado —dije—. Podríamos haber buscado ayuda juntos.

Sergio asintió, derrotado.

Pasaron los días y las noches llenas de silencios incómodos y miradas esquivas. Hablamos mucho, lloramos más aún. Fuimos juntos a terapia de pareja porque ambos queríamos entender si aún quedaba algo por lo que luchar.

Mis amigas me decían que le dejara, que no merecía otra oportunidad. Mi padre me aconsejaba paciencia: “La vida es larga y todos cometemos errores”, repetía desde su experiencia de cincuenta años casado con mi madre.

Yo dudaba cada día. A veces odiaba a Sergio con todas mis fuerzas; otras veces recordaba por qué me enamoré de él y deseaba volver atrás en el tiempo.

Una tarde de domingo, mientras paseábamos por El Retiro intentando recomponer los pedazos rotos de nuestra historia, Sergio se detuvo bajo un castaño y me miró a los ojos:

—No sé si algún día podrás perdonarme —dijo—. Pero quiero intentarlo todo para recuperar tu confianza.

Le creí. O quise creerle. Porque amar también es arriesgarse a sufrir, a equivocarse, a volver a empezar aunque duela.

Hoy han pasado seis meses desde aquella llamada fatídica. No puedo decir que todo esté bien ni que le haya perdonado del todo. Pero estamos juntos, aprendiendo a hablarnos de nuevo, a mirarnos sin miedo ni reproches.

A veces me pregunto si hice bien en quedarme o si debí marcharme para siempre. ¿Es posible reconstruir lo que la traición ha destrozado? ¿O solo nos aferramos al pasado por miedo al vacío?

¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede volver a confiar después de una traición así?