La llegada de Emiliano: Cuando la felicidad se convierte en prueba

—¿Y ahora qué vas a hacer, Julián? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo apretaba el papelito arrugado donde Kimberly había escrito: «Estoy embarazada». No supe qué responderle. Tenía casi cuarenta años, un trabajo estable en la municipalidad de Medellín, y la casa que me dejó mi papá en Envigado. Siempre pensé que estaba listo para ser papá, pero en ese momento, el miedo me paralizó.

Kimberly y yo llevábamos cinco años juntos. Ella, con su risa fácil y sus sueños de tener una familia grande, siempre me preguntaba cuándo nos íbamos a casar. Yo le decía que el matrimonio era solo un papel, pero que si algún día teníamos un hijo, ahí sí lo pensaría. Nunca creí que ese día llegaría tan pronto.

La noticia corrió como pólvora en la familia. Mi hermana Mariana me abrazó llorando de alegría, mientras mi mamá rezaba en voz baja para que todo saliera bien. Pero mi papá, desde su foto en la sala, parecía mirarme con esa mezcla de orgullo y exigencia que siempre le conocí.

Los primeros meses fueron una mezcla de euforia y ansiedad. Kimberly se mudó conmigo y empezamos a preparar el cuarto del bebé. Pintamos las paredes de azul claro y colgamos una hamaca pequeñita que ella tejió con sus propias manos. Cada noche, me acostaba imaginando cómo sería tener a Emiliano —así decidimos llamarlo— en mis brazos.

Pero la realidad no tardó en golpear. Kimberly empezó a sentirse sola. Yo llegaba tarde del trabajo, agotado, y apenas tenía fuerzas para escucharla hablar de los antojos o de los miedos que la asaltaban en la madrugada. Una noche, mientras cenábamos arepas con queso, me miró a los ojos y dijo:

—Siento que esto te queda grande, Julián. Que no estás aquí conmigo.

No supe qué decirle. Me limité a mirar mi plato, sintiendo una culpa que me quemaba por dentro. ¿De verdad estaba listo para esto? ¿O solo me engañaba pensando que tener una casa y un sueldo era suficiente?

El embarazo avanzó entre silencios incómodos y peleas cada vez más frecuentes. Kimberly lloraba por cualquier cosa: porque no encontraba su arequipe favorito, porque yo no le contestaba los mensajes al instante, porque mi mamá opinaba demasiado sobre cómo debíamos criar al niño. Yo sentía que todo se me venía encima.

El día que Emiliano nació fue un caos hermoso. Llovía a cántaros y el taxi casi no llega al hospital San Vicente. Cuando lo vi por primera vez, tan pequeño y frágil, sentí una mezcla de amor y terror. Kimberly lloraba de felicidad, pero yo solo podía pensar en todo lo que podía salir mal.

Las primeras semanas fueron una pesadilla disfrazada de ternura. Emiliano lloraba sin parar por las noches; Kimberly estaba agotada y yo me sentía inútil. Intenté ayudarla, pero cada vez que lo cargaba y no lograba calmarlo, ella me arrebataba al bebé con desesperación.

—¡Déjame! Tú no sabes hacerlo —me gritó una madrugada.

Me fui al patio y lloré como un niño. Sentía que estaba perdiendo a Kimberly y que nunca sería el papá que Emiliano necesitaba.

Los problemas no tardaron en escalar. Mi mamá venía todos los días a «ayudar», pero solo lograba aumentar la tensión. Criticaba a Kimberly por todo: por cómo amamantaba, por cómo vestía al niño, por no querer bautizarlo todavía.

—En esta casa siempre se ha hecho así —decía mi mamá con voz dura.

Kimberly explotó una tarde:

—¡Esta también es mi casa! ¡Y Emiliano es mi hijo!

Yo traté de mediar, pero terminé discutiendo con ambas. Sentí que la casa se llenaba de gritos y reproches, como si el amor se hubiera evaporado con el llanto del bebé.

Empecé a llegar más tarde del trabajo. Me refugiaba en los bares del centro con mis amigos de la universidad, buscando en el ron una excusa para no enfrentar lo que pasaba en casa. Una noche llegué borracho y encontré a Kimberly llorando en el sofá con Emiliano en brazos.

—No puedo más, Julián —me dijo entre sollozos—. Me siento sola aunque estés aquí.

Esa noche dormí en el cuarto de visitas. Al día siguiente, Kimberly se fue a casa de su mamá en Itagüí con Emiliano. El silencio de la casa me golpeó como nunca antes.

Pasaron días sin noticias. Llamé mil veces y solo recibía mensajes cortos: «Estamos bien». Mi mamá me decía que era mejor así, que las mujeres siempre dramatizan todo. Pero yo sabía que algo se había roto.

Un domingo fui hasta Itagüí decidido a hablar con Kimberly. La encontré ojerosa pero firme.

—No quiero criar a Emiliano en medio de gritos y reproches —me dijo—. Si quieres estar con nosotros, tienes que cambiar.

Me sentí desnudo frente a ella. Le pedí perdón por mi ausencia, por mi cobardía, por dejarla sola cuando más me necesitaba. Le prometí buscar ayuda profesional, aprender a ser mejor pareja y papá.

Volvimos a intentarlo. Fuimos juntos a terapia familiar; aprendí a cambiar pañales sin miedo y a escuchar sin juzgar. Mi mamá aceptó tomar distancia y respetar nuestras decisiones como padres.

No fue fácil ni rápido, pero poco a poco recuperamos la confianza. Emiliano creció rodeado de amor imperfecto pero real.

Hoy lo miro dormir y me pregunto: ¿Cuántos hombres como yo creen estar listos para ser padres solo porque tienen una casa y un sueldo? ¿Cuántos entienden realmente lo que significa acompañar desde el corazón? ¿Ustedes qué piensan: se puede aprender a ser papá o uno nace sabiendo?