La perfección que nunca llega: Lo que los hombres creen buscar en una mujer

—No, papá, te digo que lo más importante es que sea bonita y sepa cocinar. ¿De qué sirve una mujer si no te cuida la casa? —La voz de mi hermano Julián retumbó en el comedor, mientras mi madre apretaba los labios y yo sentía cómo se me encendían las mejillas.

Era la fiesta de cumpleaños de mi abuela en Medellín, y la casa estaba llena de primos, tíos y vecinos. Pero en ese instante, el bullicio se desvaneció para mí. Solo escuchaba ese diálogo entre hombres, como si estuvieran decidiendo el destino de todas las mujeres presentes.

—Eso es machista, Julián —intervine, con la voz temblorosa pero firme—. ¿Y qué pasa con lo que nosotras queremos?

Mi papá me miró por encima de sus lentes. —Mira, Camila, no es cuestión de machismo. Es la realidad. Los hombres buscamos una mujer que sea buena esposa, que no dé problemas y que sepa estar en su lugar.

Sentí un nudo en la garganta. Desde niña había escuchado esas frases disfrazadas de consejos: “No seas tan respondona”, “Aprende a cocinar para que consigas marido”, “No te vistas así”. Y yo, como tantas otras, había intentado encajar en ese molde invisible.

Pero la verdad era otra. Tenía 29 años y una relación de cinco años con Andrés, un ingeniero que mi familia adoraba porque era “un buen partido”. Yo también lo creía al principio. Andrés era atento, trabajador y siempre decía que quería formar una familia conmigo. Pero poco a poco, su amor se fue llenando de condiciones.

—Camila, ¿por qué no te arreglas más? —me decía cuando llegaba cansada del trabajo—. Mira a Laura, siempre está impecable.

Otras veces era: —¿Por qué tienes que salir con tus amigas? Ya no tienes edad para eso.

Me fui apagando sin darme cuenta. Dejé de ir a clases de salsa porque a él no le gustaba. Cambié mi forma de vestir. Empecé a cocinar platos que ni siquiera me gustaban solo para complacerlo. Y cada vez que sentía que no era suficiente, recordaba las palabras de mi papá y mi hermano: “Así son las cosas”.

Hasta que una noche todo cambió. Era viernes y Andrés llegó tarde, oliendo a perfume ajeno. Lo confronté y él, sin mirarme a los ojos, confesó:

—Camila, conocí a alguien más… Es diferente. No pelea por todo como tú.

Me quedé muda. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿No era yo la que había hecho todo para ser la mujer perfecta? ¿No había renunciado a mis sueños por él?

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente, mi mamá entró a mi cuarto y me abrazó en silencio. Por primera vez la vi vulnerable, como si entendiera exactamente lo que sentía.

—Hija —susurró—, yo también pasé por eso con tu papá. Siempre creí que tenía que ser la esposa perfecta para merecer amor… pero nunca fue suficiente.

Sus palabras me atravesaron como un rayo. ¿Cuántas mujeres antes que yo habían vivido lo mismo? ¿Cuántas habían callado sus sueños por miedo a quedarse solas?

Decidí irme de la casa por un tiempo. Me mudé con mi amiga Valeria a un pequeño apartamento en Laureles. Al principio me sentía perdida, como si no supiera quién era sin alguien que me dijera qué hacer o cómo comportarme.

Valeria fue mi salvavidas. Me animó a retomar mis clases de salsa y a salir con amigas sin culpa. Una noche, después de bailar hasta el amanecer, me miró seria y me dijo:

—Cami, ¿te das cuenta de que nunca vas a ser suficiente para quien no sabe lo que quiere?

Esa frase me hizo despertar. Empecé a escribir sobre mis sentimientos, sobre las veces que me sentí pequeña por tratar de encajar en expectativas ajenas. Compartí mis textos en redes sociales y pronto otras mujeres comenzaron a escribirme contando historias similares: madres solteras juzgadas por no tener pareja; jóvenes criticadas por priorizar su carrera; mujeres mayores señaladas por divorciarse.

Un día recibí un mensaje inesperado de mi hermano Julián:

—Cami, leí lo que escribiste… Creo que tienes razón. Nunca pensé en cómo te sentías tú o mamá.

Lloré al leerlo. Por primera vez sentí esperanza de que algo podía cambiar.

Hoy sigo reconstruyéndome. No tengo todas las respuestas ni he dejado de sentir miedo al rechazo o la soledad. Pero aprendí algo valioso: la perfección es una trampa imposible y cruel.

A veces me pregunto: ¿Cuántas vidas más se perderán intentando alcanzar un ideal inventado? ¿Cuándo aprenderemos a amarnos tal como somos y exigir ser amadas por quienes realmente nos valoran?

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que no eras suficiente solo por ser tú misma?