La puerta cerrada: El día que mi hijo me negó la entrada

—No puedes quedarte aquí, mamá. No hay sitio para ti.

Las palabras de Sergio retumbaron en el portal, tan frías como el mármol bajo mis pies. Sostenía la maleta con ambas manos, los nudillos blancos, y sentí que el peso no era sólo de la ropa, sino de todos los años que habíamos compartido. Miré a mi hijo, mi único hijo, y por un instante vi al niño que se aferraba a mi falda cuando tenía miedo de la oscuridad. Pero ahora era un hombre, con la mandíbula tensa y los ojos esquivos.

—¿Cómo que no hay sitio? —pregunté, intentando que mi voz no temblara—. Sólo será por unos días, hasta que os acostumbréis a la casa nueva. Quiero ayudaros, Sergio. Como siempre.

Detrás de él, Lucía, su mujer, se mantenía en silencio. Su expresión era un muro. Recordé las veces que Sergio me había hablado de ella: “Es independiente, mamá. No le gusta que nadie le diga cómo hacer las cosas”. Yo había intentado ser amable, incluso cuando sentía que Lucía me miraba como si fuera un mueble antiguo del que no sabía cómo deshacerse.

—Mamá, lo hemos hablado —dijo Sergio, bajando la voz—. Lucía y yo necesitamos nuestro espacio. Acabamos de mudarnos. No es buen momento.

Sentí una punzada en el pecho. ¿No era yo quien le había enseñado a buscar siempre el diálogo? ¿No era yo quien le había ayudado a superar cada ruptura, cada decepción? Desde que su padre nos dejó cuando Sergio tenía seis años, habíamos sido sólo él y yo contra el mundo. Me juré entonces que nunca le faltaría nada, ni amor ni apoyo.

—¿Y si sólo me quedo esta noche? —insistí—. El tren llegó tarde y no tengo dónde ir.

Lucía suspiró y miró a Sergio con impaciencia. Él se pasó la mano por el pelo, un gesto nervioso que reconocí al instante.

—Mamá… —empezó, pero Lucía le interrumpió:

—Sergio, tenemos derecho a empezar nuestra vida juntos sin interferencias. Tu madre puede ir a un hotel.

La palabra “interferencias” me golpeó como una bofetada. ¿Eso era yo ahora? ¿Un obstáculo? Miré a mi hijo buscando una señal de duda, un atisbo de cariño, pero sólo encontré incomodidad.

—Está bien —dije al fin, tragando saliva—. No quiero molestaros.

Me giré despacio, arrastrando la maleta por el portal vacío. Afuera llovía y la ciudad parecía más gris que nunca. Caminé sin rumbo por las calles de Salamanca, recordando los años en los que Sergio y yo compartíamos un piso diminuto y nos reíamos de nuestras desgracias mientras cenábamos tortilla de patatas y veíamos la tele vieja.

Me senté en un banco bajo un soportal y saqué el móvil. Tenía mensajes de mi hermana Pilar preguntando si ya estaba instalada con “los chicos”. No tuve fuerzas para responderle la verdad. ¿Cómo explicarle que mi hijo me había cerrado la puerta?

La noche cayó rápido y el frío se coló bajo mi abrigo. Pensé en llamar a una amiga, pero todas tenían sus propias vidas, sus propios problemas. Me sentí más sola que nunca.

Al día siguiente volví al barrio para recoger unas cosas que había dejado en casa de Sergio antes de la mudanza. Esperé a que salieran para no cruzarme con ellos. Mientras recogía mis libros y una caja con fotos antiguas, encontré una carta que Sergio me escribió cuando tenía diez años: “Mamá, eres la mejor del mundo. Nunca te dejaré sola”.

Las lágrimas me nublaron la vista. ¿Cuándo cambió todo? ¿Fue culpa mía por protegerle demasiado? ¿Por no dejarle volar antes? Recordé las palabras de Lucía: “interferencias”. Quizá nunca entendió lo que era criar a un hijo sola en una ciudad donde todos te miran raro si no tienes marido.

Esa tarde llamé a Pilar y le conté lo sucedido. Su respuesta fue seca:

—Los hijos crecen, Carmen. Tienes que dejarles espacio o acabarás perdiéndolos del todo.

Pero ¿cómo se deja de ser madre? ¿Cómo se apaga ese instinto de cuidar?

Pasaron los días y Sergio no llamó. Yo tampoco quise insistir. Me refugié en mis rutinas: pasear por el parque, leer en la biblioteca municipal, tomar café en el bar de siempre donde la camarera ya sabe cómo me gusta el cortado.

Un domingo cualquiera, mientras hojeaba el periódico en una terraza, vi pasar a Sergio y Lucía cogidos de la mano. Dudé si saludarles o esconderme tras las páginas del diario. Al final levanté la mano tímidamente. Sergio me vio y dudó un segundo antes de acercarse.

—Hola, mamá —dijo con voz neutra—. ¿Estás bien?

Asentí sin poder mirarle a los ojos.

—¿Vosotros qué tal?

Lucía se mantuvo unos pasos atrás, mirando el móvil.

—Bien… Estamos adaptándonos —respondió él—. Perdona por el otro día… Fue todo muy rápido.

Quise decirle tantas cosas: que le echaba de menos, que sólo quería ayudarle, que nunca pensé que llegaría este día… Pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta.

—No pasa nada —mentí—. Lo importante es que seáis felices.

Sergio sonrió débilmente y volvió junto a Lucía. Les vi alejarse entre la gente y sentí un vacío imposible de llenar.

Ahora paso las tardes mirando las fotos antiguas y preguntándome si hice bien o mal al entregarme tanto a mi hijo. ¿Es este el precio de querer demasiado? ¿O simplemente es ley de vida?

A veces me pregunto: ¿cuándo deja una madre de ser imprescindible para su hijo? ¿Y cómo se aprende a vivir con ese silencio?