La Sombra Tras el Llanto: Mi Vida con los Gemelos
—¡Mamá, alguien está afuera otra vez!— gritó mi hermana Mariana desde la sala, mientras yo intentaba dormir a mis gemelos recién nacidos. El llanto de Emiliano y Sofía se mezclaba con el retumbar de mi corazón. No era la primera vez que sentíamos una presencia extraña rondando la casa desde que volví del hospital.
Nunca imaginé que la maternidad vendría acompañada de tanto miedo. Yo, Victoria, siempre fui la tía divertida, la amiga que viajaba sola, la hija rebelde que nunca quiso casarse. A los 36 años, después de años de escuchar a mi mamá decir: “Te vas a quedar sola, hija”, decidí que no necesitaba un hombre para ser madre. Con ahorros y determinación, me sometí a una inseminación artificial en una clínica del sur de la Ciudad de México. Cuando me dijeron que venían dos, lloré de alegría y terror al mismo tiempo.
El embarazo fue duro. Mi papá apenas me hablaba; decía que estaba deshonrando a la familia. Mariana, en cambio, se mudó conmigo para ayudarme. “No estás sola, Vic”, me repetía cada noche mientras sentíamos las pataditas dobles en mi vientre.
Pero nada me preparó para el miedo que llegó después del parto. Todo empezó con llamadas anónimas a las tres de la mañana. Al principio pensé que era una broma pesada. Luego, mensajes en mi buzón: “Hermosos bebés”. “¿Quién eres?”, respondí una vez, temblando. No hubo respuesta.
Una tarde lluviosa, mientras cambiaba pañales y Mariana preparaba café, vi una silueta parada frente a la reja. Era un hombre alto, con gorra y chamarra negra. No pude verle el rostro. Llamé a la policía, pero cuando llegaron ya no había nadie. “Quizá es paranoia del posparto”, me dijo el oficial condescendiente.
Pero no era paranoia. Una noche encontré una nota pegada en la ventana: “Quiero conocerlos”. Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Quién podía ser? ¿Un vecino curioso? ¿Alguien de la clínica? ¿El donante?
La relación con mi familia se tensó aún más. Mi mamá rezaba por mí todos los días y me llamaba para decirme que todo esto era castigo por desafiar las normas. “Si hubieras hecho las cosas bien…”, repetía. Yo colgaba antes de llorar.
Mariana intentó tranquilizarme: “Vamos a poner cámaras”. Pero el miedo ya se había instalado en mi pecho. Dormía poco, abrazando a mis hijos como si pudiera protegerlos del mundo entero.
Una tarde, mientras paseábamos por el parque México con el carrito doble, sentí una mirada fija sobre nosotros. Volteé y ahí estaba él otra vez, a lo lejos, observándonos entre los árboles. Me acerqué a una patrulla y les conté todo. Me miraron como si estuviera loca.
Esa noche, Mariana y yo discutimos fuerte. Ella quería irse; decía que no podía vivir con ese miedo constante. “No es justo para mí ni para los bebés”, gritó entre lágrimas. Yo le supliqué que no me dejara sola. Al final, se quedó, pero el ambiente se volvió tenso y silencioso.
Los días pasaban entre pañales, leche materna y sobresaltos nocturnos. Una madrugada escuché un golpe en la ventana del cuarto de los bebés. Corrí y vi una sombra desaparecer entre los arbustos del jardín. Llamé a mi papá por primera vez en meses. “Papá, tengo miedo”, le dije llorando. Al día siguiente llegó con su escopeta vieja y se quedó en casa unos días.
Fue entonces cuando Mariana encontró algo extraño: una carta sin remitente en el buzón de la clínica donde me hicieron la inseminación. Decía: “Gracias por darme una familia”. El doctor nos confesó que hacía meses un hombre había ido preguntando por mí y los bebés, pero no le dieron información.
El miedo se transformó en furia. ¿Por qué alguien sentía derecho sobre mis hijos? ¿Por qué nadie me protegía? Decidí denunciar formalmente el acoso, aunque sabía que en este país las denuncias de mujeres solas rara vez prosperan.
Una noche recibí una llamada: “No quiero hacerte daño, solo quiero verlos”. Era una voz temblorosa, joven. “¿Quién eres?”, pregunté con rabia y miedo.
“Soy Diego… el donante”, respondió tras un silencio largo como un abismo.
Sentí que el mundo se detenía. ¿Cómo había conseguido mi dirección? ¿Por qué ahora?
“Solo quiero saber si están bien… Nunca tuve familia”, dijo entre sollozos.
Colgué sin saber qué hacer. Lloré toda la noche abrazando a mis hijos, sintiendo una mezcla de compasión y terror.
Al día siguiente fui a ver al doctor de la clínica. Me explicó que Diego había insistido mucho en donar porque quería dejar algo suyo en el mundo; era huérfano y había crecido solo en un orfanato de Puebla. Pero nunca debió contactarme.
Decidí mudarme temporalmente con Mariana a casa de una tía en Cuernavaca mientras resolvía qué hacer. Mi papá empezó a visitarnos más seguido; poco a poco fue aceptando mi decisión y hasta aprendió a cambiar pañales.
Con el tiempo, Diego dejó de buscarme. Quizá entendió que sus deseos no podían estar por encima de nuestra seguridad y tranquilidad.
Hoy mis gemelos cumplen seis meses. A veces todavía salto ante cualquier ruido extraño o número desconocido en mi celular. Pero también aprendí que ser madre es pelear todos los días: contra el miedo, contra los prejuicios familiares, contra un sistema que no protege a las mujeres solas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo viven con miedo por atreverse a elegir su propio camino? ¿Cuándo dejará de ser tan difícil ser madre soltera en Latinoamérica? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?