La Tormenta Que Nunca Cesó: El Secreto de Miguel
—¿Por qué no puedes confiar en mí, Lucía? —La voz de Miguel retumbó en el pasillo oscuro, apenas iluminado por la luz de emergencia del juzgado. Afuera, la tormenta rugía como si quisiera advertirme de algo. Yo, con el vestido empapado y el ramo marchito entre las manos, sentí que el mundo se había detenido justo en ese instante.
No amaba a Miguel. Lo supe desde el principio, pero después de años de soledad y decepciones, me aferré a la idea de una vida estable. Él era atento, trabajador, siempre dispuesto a resolver mis problemas. Su familia, los Gutiérrez, parecían sacados de una postal: su madre, Carmen, tan devota y sonriente; su hermana, Elena, siempre dispuesta a ayudar. Pero algo en sus miradas me hacía sentir como una intrusa.
La boda fue un caos. La tormenta cortó la luz justo cuando el juez pronunciaba el «sí, quiero». Mi madre susurró: «Esto es una señal, hija». Yo reí nerviosa, ignorando el escalofrío que me recorría la espalda. Pensé que la felicidad era cuestión de costumbre y que el amor llegaría con el tiempo.
Los primeros meses fueron tranquilos. Miguel trabajaba en una gestoría en el centro de Madrid y yo daba clases en un colegio público. Compartíamos cenas rápidas y silencios largos. A veces, cuando él llegaba tarde, decía que era por el trabajo o porque había ido a ver a su madre. No me importaba; prefería la soledad a las discusiones.
Un día, mientras ordenaba los cajones del escritorio buscando mi pasaporte, encontré un sobre con varios recibos bancarios. No soy curiosa por naturaleza, pero algo me empujó a revisar aquellos papeles. Todos los meses, Miguel transfería la mitad de su sueldo a una cuenta a nombre de Carmen Gutiérrez. Sentí un nudo en el estómago.
Esa noche, esperé a que Miguel llegara. El reloj marcaba las once cuando escuché la llave girar en la cerradura.
—¿Miguel? ¿Podemos hablar? —pregunté con voz temblorosa.
Él dejó las llaves sobre la mesa y me miró con cansancio.
—¿Qué pasa ahora?
Le mostré los recibos.
—¿Por qué le envías tanto dinero a tu madre? ¿Acaso estamos manteniendo a toda tu familia?
Miguel suspiró y se sentó frente a mí.
—Mi madre lo necesita. Papá se fue hace años y Elena aún no encuentra trabajo fijo. No es nada grave, Lucía. Es solo hasta que las cosas mejoren.
—¿Y por qué no me lo dijiste? —insistí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
—No quería preocuparte —respondió, evitando mi mirada.
A partir de ese momento, todo cambió. Empecé a notar cómo Carmen me llamaba cada vez que necesitaba algo: «Lucía, ¿puedes pasar por la farmacia?», «Lucía, ¿me ayudas con la compra?». Elena venía a casa sin avisar y se quedaba horas hablando con Miguel en voz baja.
Mis amigas decían que era normal ayudar a la familia, pero yo sentía que estaba perdiendo mi vida en favor de una familia que nunca me aceptó del todo. Una tarde, después del trabajo, fui a casa de Carmen sin avisar. La puerta estaba entreabierta y escuché sus voces desde el pasillo.
—Miguel, tienes que convencerla de que deje su trabajo —decía Carmen—. Así podrá cuidar de mí cuando tú no estés.
—Mamá, no puedo pedirle eso —susurró él—. Bastante hace ya.
Me fui antes de que pudieran verme. Esa noche no dormí. Recordé todas las veces que Miguel me había dicho que yo era su prioridad, todas las promesas vacías durante nuestra boda bajo la tormenta.
Decidí enfrentarle una vez más.
—Miguel, ¿alguna vez pensaste en mí? ¿O solo soy una pieza más en el tablero de tu familia?
Él guardó silencio largo rato antes de responder:
—No lo entiendes, Lucía. Mi familia lo es todo para mí. Tú también eres parte de ella.
Pero yo nunca me sentí parte de nada. Empecé a distanciarme: salía más con mis amigas del colegio, acepté más horas extra y dejé de contestar las llamadas de Carmen. Miguel se volvió más frío y distante.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba una tortilla para cenar, él entró en la cocina y dejó sobre la mesa un sobre con dinero.
—Esto es para ti —dijo sin mirarme—. Haz lo que quieras con él.
Sentí una mezcla de tristeza y alivio. Sabía que aquello era el principio del final. Al día siguiente busqué un piso compartido y empecé los trámites del divorcio.
Carmen vino a buscarme al colegio unos días después.
—¿De verdad vas a dejarlo solo ahora? —me preguntó con lágrimas en los ojos—. No sabes lo difícil que ha sido para nosotros.
La miré fijamente y respondí:
—Quizá algún día entiendas lo difícil que ha sido para mí sentirme siempre una extraña en vuestra familia.
Ahora vivo sola en un pequeño piso en Lavapiés. A veces echo de menos la rutina y la falsa seguridad que tenía junto a Miguel, pero he aprendido a escucharme y a ponerme en primer lugar.
Me pregunto si alguna vez podré confiar plenamente en alguien o si siempre estaré esperando otra tormenta inesperada. ¿Cuántas veces ignoramos las señales por miedo a estar solas? ¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que vuestra vida no os pertenece?