La traición bajo el mismo techo: la historia de mi casa y mi familia

—¡No puedes hacerme esto, Mariana! ¡Es mi casa, mi esfuerzo!—grité, con la voz quebrada, mientras veía a mi hermana menor sentada en el sofá de la sala, ese que yo misma había elegido con tanto esmero para nuestro nuevo hogar en las afueras de Medellín.

Ella ni siquiera me miró. Su esposo, Julián, se limitó a cruzar los brazos y mirar por la ventana, como si la discusión no fuera con él. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de tejas rojas, y yo sentía que cada gota era un martillazo en mi pecho.

No sé en qué momento Mariana se convirtió en alguien capaz de traicionar a su propia sangre. Crecimos juntas en una casa humilde, compartiendo una cama y los sueños de tener algún día un lugar propio. Yo fui la que se quedó cuidando a mamá cuando enfermó, la que trabajó doble turno en la panadería del barrio para pagar mis estudios y ahorrar peso a peso. Cuando conocí a Andrés, mi esposo, todo parecía encajar: él también venía de abajo, y juntos soñamos con una vida mejor.

Después de siete años de sacrificios, logramos comprar esta casa. Tres habitaciones, un pequeño jardín donde imaginaba a mis futuros hijos jugando, y una cocina amplia donde mamá podría enseñarme sus recetas. Era nuestro refugio, nuestro premio.

Pero todo cambió hace dos meses, cuando Mariana llegó llorando a mi puerta. Decía que Julián había perdido el trabajo y que no tenían dónde quedarse. Andrés y yo no dudamos: les ofrecimos una de las habitaciones hasta que se recuperaran. «La familia es primero», repetía mamá desde su sillón, sin saber que esas palabras pronto se volverían cuchillos.

Al principio todo fue cordial. Mariana ayudaba con la limpieza y cocinaba arepas los domingos. Pero pronto empezaron los problemas: discusiones por el uso del baño, por la comida que desaparecía misteriosamente, por las cuentas que nunca pagaban. Julián pasaba horas encerrado en la habitación, hablando por teléfono en voz baja. Andrés me decía que tuviera paciencia, pero yo sentía que algo no estaba bien.

Una noche escuché a Mariana hablando por teléfono en la cocina:

—Sí, ya casi es nuestra… Solo falta que Andrea firme esos papeles…

Me quedé helada. ¿Qué papeles? ¿Qué era lo que planeaban?

A la mañana siguiente, Julián me abordó con una sonrisa falsa:

—Andrea, mira que unos amigos abogados dicen que podrías poner la casa a nombre de Mariana para evitar problemas legales si algún día te pasa algo…

Sentí un escalofrío. ¿Cómo podían siquiera sugerir algo así? Me negué rotundamente y desde ese día todo empeoró. Mariana dejó de hablarme; Julián empezó a hacer comentarios hirientes sobre cómo «algunas personas se olvidan de su familia cuando tienen dinero».

Una tarde llegué del trabajo y encontré a un hombre desconocido revisando los papeles de la casa en la mesa del comedor. Julián lo presentó como «un amigo del banco». Me negué a mostrarle nada y exigí explicaciones. Mariana explotó:

—¡Tú siempre has sido egoísta! ¡Nosotros también merecemos una oportunidad!—me gritó, con los ojos llenos de rabia.

No podía creerlo. ¿En qué momento mi hermana se convirtió en mi enemiga?

Andrés intentó mediar:

—Mariana, ustedes son nuestra familia, pero esto no está bien…

Pero ella solo lloraba y decía que yo siempre había tenido más suerte, que mamá siempre me prefería, que ahora quería dejarla en la calle.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Mariana y Julián empezaron a decirle a los vecinos que la casa era suya, que yo solo estaba «de paso». Un día llegaron con un notario falso e intentaron convencerme de firmar unos papeles «para regularizar todo». Por suerte, Andrés llegó a tiempo y los echó.

Mamá lloraba todos los días. «¿Por qué pelean? Ustedes eran inseparables…», repetía entre sollozos.

Finalmente, tomé una decisión dolorosa: les pedí que se fueran. Mariana me miró con odio:

—Te vas a quedar sola en tu casa vacía…

Julián la tomó del brazo y salieron dando un portazo tan fuerte que hizo temblar las ventanas.

Esa noche no pude dormir. Caminé por cada rincón de la casa, tocando las paredes como si pudiera sentir el calor de los sueños rotos. Andrés me abrazó en silencio; mamá rezaba en su cuarto por el alma de sus hijas.

Hoy la casa está más tranquila, pero el vacío pesa más que nunca. A veces escucho risas en el jardín y me pregunto si algún día podré volver a confiar en mi propia sangre.

¿Vale la pena sacrificarlo todo por proteger lo que uno ha construido? ¿O acaso el precio de los sueños es perder a quienes más amamos?