La traición de Lucía: cuando la sangre duele más que la herida

—¿Por qué me haces esto, Lucía? —mi voz temblaba, apenas un susurro, mientras sostenía en la mano el anillo de oro de mi abuela, ese que juré nunca quitarme y que había desaparecido hacía semanas.

Lucía no me miraba. Sentada en el borde de la cama, con las manos entrelazadas y los ojos clavados en el suelo, parecía una niña asustada. Pero ya no era una niña. Tenía treinta años y una vida marcada por decisiones equivocadas, pero nunca imaginé que una de esas decisiones me atravesaría a mí.

Todo empezó hace seis meses, una tarde lluviosa de noviembre en Madrid. Yo acababa de llegar del trabajo, agotada tras otra jornada en la notaría, cuando sonó el teléfono. Era Lucía. Su voz sonaba rota, como si cada palabra le costara un mundo.

—Marina, por favor… No tengo a dónde ir. Me han echado del piso y… —se le quebró la voz—. No quiero molestar, pero…

No lo dudé ni un segundo. Siempre me enseñaron que la familia es lo primero. Mi madre solía decir: “La sangre tira más que el agua”. Así que le abrí la puerta de mi casa y de mi vida, convencida de que hacía lo correcto.

Al principio todo fue bien. Lucía ayudaba en casa, cocinaba platos que me recordaban a las cenas en casa de la abuela en Toledo: cocido madrileño, tortilla de patatas, croquetas caseras. Reíamos juntas viendo series antiguas en la tele, compartíamos confidencias hasta altas horas de la noche. Me sentía acompañada por primera vez en años.

Pero poco a poco empecé a notar cosas extrañas. Un billete de veinte euros desapareció de mi cartera. Luego fue un frasco de perfume caro, un par de pendientes heredados de mi madre. Siempre encontraba alguna excusa: “Seguro que lo has dejado en otro bolso”, “Quizá lo perdiste en el trabajo”. Yo quería creerla. ¿Cómo iba a desconfiar de mi propia prima?

Hasta que una tarde encontré la caja fuerte del armario abierta y el anillo de oro de la abuela había desaparecido. Ese anillo era mi amuleto, el único recuerdo físico que me quedaba de ella. Sentí un vacío en el pecho, una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que tuve que sentarme para no caerme.

Esa noche esperé a Lucía despierta. Cuando entró por la puerta, supe por su mirada esquiva que algo iba mal.

—¿Dónde está el anillo? —le pregunté sin rodeos.

Ella se quedó helada. No dijo nada durante unos segundos eternos. Luego rompió a llorar.

—Lo siento, Marina… No quería… —balbuceó entre sollozos—. Necesitaba dinero para pagar unas deudas… Pensé devolvértelo cuando pudiera…

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. No era solo el robo; era la traición, la mentira diaria, la confianza pisoteada.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le grité, incapaz de contener las lágrimas—. ¿Por qué no confiaste en mí?

Lucía se encogió sobre sí misma.

—Tenía miedo… Vergüenza… Siempre has sido la fuerte, la responsable… Yo solo soy un desastre.

Durante días no pude mirarla a los ojos. Mi madre vino a verme y al enterarse del asunto se llevó las manos a la cabeza.

—¡Pero si es tu prima! ¿Cómo puedes pensar mal de ella? —me reprochó.

—No es pensar mal, mamá —le respondí con voz cansada—. Es aceptar lo que ha pasado.

En el trabajo también notaron mi cambio. Mi jefe, don Álvaro, me llamó a su despacho.

—Marina, llevas días distraída. ¿Te pasa algo?

No supe qué decirle. ¿Cómo explicar que te duele más una traición familiar que cualquier problema laboral?

Al final Lucía se marchó una mañana temprano, dejando una nota escrita con su letra temblorosa:

“Perdóname, Marina. No merezco tu ayuda ni tu cariño. Ojalá algún día puedas entenderme.”

Me quedé sola en casa, rodeada de recuerdos y silencios incómodos. Durante semanas repasé cada conversación, cada gesto amable, buscando señales que no supe ver. Me sentí tonta, ingenua, traicionada por mi propio corazón.

La familia empezó a murmurar. Mi tía Carmen me llamó indignada:

—¿Cómo puedes echar a tu prima a la calle? ¡Con lo mal que lo está pasando!

Nadie quería escuchar mi versión. En los grupos de WhatsApp familiares dejaron de saludarme. En Navidad nadie me invitó a cenar.

Me pregunté muchas veces si hice bien en ayudarla o si debí poner límites desde el principio. ¿Es posible ser buena persona sin dejarse pisotear? ¿Dónde está el equilibrio entre ayudar y protegerse?

Hoy sigo sin respuestas claras. El anillo nunca apareció y Lucía no volvió a llamarme. Pero aprendí algo doloroso: la sangre une, sí, pero también puede herir más profundo que cualquier extraño.

A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿Volvería a abrirle la puerta? ¿O esta herida ya no sanará nunca?

¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llega vuestra confianza cuando se trata de familia?