La Última Petición de Doña Elizabeth: Entre el Amor y la Ruina
—No, mamá, no puedes pedirme eso —la voz de Isaac temblaba, y yo sentí cómo el aire se volvía denso en la pequeña sala de nuestro departamento en la colonia Narvarte. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales como si quisiera entrar y ser testigo de nuestro drama.
Doña Elizabeth, sentada en el sillón con su chal tejido sobre los hombros, no apartó la mirada de su hijo. Yo, parada junto a la mesa, apretaba la taza de café frío entre las manos. Sabía que esa conversación era inevitable desde que ella llegó a vivir con nosotros, pero nunca imaginé que terminaría así.
Todo comenzó hace seis meses, cuando la salud de doña Elizabeth empezó a deteriorarse. Isaac y yo llevábamos apenas dos años de casados y habíamos logrado, con mucho esfuerzo, comprar nuestro pequeño departamento. La noticia de que ella debía vender su casa en Coyoacán para costear sus tratamientos médicos nos cayó como un balde de agua fría. Isaac tenía una relación complicada con su madre desde niño; él siempre decía que ella era una mujer dura, incapaz de mostrar cariño. Yo intenté mediar, pero pronto me di cuenta de que había heridas que ni el tiempo ni el amor podían sanar tan fácilmente.
El día que vendimos la casa fue un día gris. Recuerdo cómo doña Elizabeth miró por última vez el jardín donde Isaac había jugado de niño. No lloró. Solo apretó los labios y subió al coche. Desde entonces, su presencia en nuestro hogar fue como una sombra: silenciosa, pero imposible de ignorar.
Al principio pensé que podríamos adaptarnos. Cocinaba sus platillos favoritos —sopa de fideo, arroz con pollo— y trataba de incluirla en nuestras conversaciones. Pero ella apenas respondía, siempre con ese tono seco que hacía que hasta las palabras más simples sonaran como reproches.
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Isaac discutir con ella en voz baja:
—No puedes seguir tratándola así, mamá. Mariana no tiene la culpa de nada.
—Tú tampoco la tienes, hijo. Pero la vida no es justa.
Me fui a dormir con un nudo en el estómago. Sabía que algo se estaba gestando, algo que podía rompernos.
La petición llegó una tarde lluviosa. Doña Elizabeth nos llamó al comedor y, con una calma inquietante, nos dijo:
—Quiero que usen el dinero de mi casa para comprar una propiedad más grande… pero debe estar a mi nombre. Quiero asegurarme de que nadie me deje en la calle cuando ya no pueda valerme por mí misma.
Sentí cómo la sangre me abandonaba el rostro. Isaac se quedó mudo. Yo intenté razonar:
—Pero doña Elizabeth… eso significa que Isaac y yo no tendríamos nada a nuestro nombre. ¿Y si algún día…?
Ella me interrumpió con una mirada fría:
—¿Y si algún día qué? ¿Me van a echar? ¿Me van a dejar sola como me dejó tu suegro?
Isaac se levantó de golpe, tirando la silla:
—¡No es justo! Mariana y yo hemos luchado por tener algo propio. No puedes pedirnos esto.
Doña Elizabeth no se inmutó. Solo bajó la mirada y murmuró:
—La vida nunca ha sido justa conmigo tampoco.
Esa noche no dormimos. Isaac caminaba de un lado a otro del cuarto, furioso y herido. Yo lloré en silencio, sintiendo cómo mi hogar se desmoronaba.
Los días siguientes fueron un infierno. Doña Elizabeth apenas salía de su cuarto. Isaac y yo discutíamos por todo: por el dinero, por el futuro, por su madre. Empecé a odiar mi propia casa.
Una tarde encontré a doña Elizabeth sentada junto a la ventana, mirando la lluvia caer sobre la ciudad.
—¿Por qué nos haces esto? —le pregunté sin poder contenerme—. ¿No ves que nos estás separando?
Ella suspiró y por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—No quiero perder lo poco que me queda —dijo—. Cuando tu suegro se fue, me dejó sin nada. Nadie me defendió. No quiero pasar mis últimos años mendigando cariño o techo.
Me quedé callada. Por primera vez entendí el miedo detrás de su dureza. Pero también sentí rabia: ¿por qué tenía que pagar yo por los errores del pasado?
Isaac tomó una decisión al día siguiente:
—Vamos a buscar un abogado —me dijo—. No quiero perderte ni perder lo poco que tenemos. Pero tampoco puedo dejar sola a mi madre.
El proceso fue largo y doloroso. Hubo gritos, lágrimas y silencios eternos en la mesa del desayuno. Al final llegamos a un acuerdo: compraríamos una casa pequeña a nombre de los tres, con cláusulas para protegernos todos.
Pero nada volvió a ser igual. Mi relación con doña Elizabeth quedó marcada por esa desconfianza, ese miedo ancestral a perderlo todo.
Hoy, mientras escribo esto desde el nuevo comedor —más grande pero menos cálido— me pregunto si alguna vez podré perdonar a doña Elizabeth… o si podré perdonarme por no haber sido más comprensiva o más firme.
¿Hasta dónde debe llegar uno por familia? ¿Es justo cargar con los miedos y heridas de quienes vinieron antes? ¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar?