La última petición de mi suegra: Entre el amor y la culpa

—¿De verdad crees que esto es justo para mí? —la voz de Isabel retumbó en el salón, rompiendo el silencio de la tarde. Yo estaba de pie, con las manos temblorosas, mirando a mi marido, Isaac, que evitaba mi mirada clavando los ojos en el suelo. El olor a café recién hecho se mezclaba con la tensión, y sentí que el aire se volvía irrespirable.

Nunca imaginé que acabaría así. Cuando Isaac y yo nos casamos, soñábamos con una vida tranquila en nuestro pequeño piso de Lavapiés, lejos de los dramas familiares que tanto le habían marcado. Pero la vida, caprichosa y cruel, decidió ponernos a prueba demasiado pronto. Isabel, mi suegra, perdió su casa en Salamanca tras una serie de malas decisiones financieras. No tenía a dónde ir. Isaac, a pesar de todo lo que había sufrido en su infancia por culpa de su madre —ausencias, reproches, silencios—, no dudó en abrirle la puerta de nuestro hogar.

Al principio, pensé que sería temporal. «Unas semanas, hasta que encuentre algo», me repetía cada noche mientras escuchaba sus pasos por el pasillo. Pero las semanas se convirtieron en meses. Isabel llenó la casa con sus cosas: cajas de recuerdos, muebles antiguos, fotos enmarcadas de una familia que ya no existía. El salón dejó de ser nuestro refugio y se transformó en un museo de su pasado.

La convivencia era un campo minado. Isabel criticaba mi forma de cocinar —»En mi casa siempre se hacía el cocido así»— y cuestionaba cada decisión que tomábamos. Isaac se refugiaba en el trabajo y yo me sentía cada vez más sola, atrapada entre dos fuegos. Las discusiones eran constantes. Una noche, después de una pelea especialmente dura sobre el uso del baño —»No puedo vivir así, sin un mínimo de intimidad», le grité—, Isaac me abrazó y me susurró: «Lo siento… No sé cómo arreglar esto».

La gota que colmó el vaso llegó cuando vendimos la casa de Isabel. Fue un proceso largo y doloroso; ella lloró al firmar los papeles y nos culpó por obligarla a desprenderse de todo lo que había construido. Con el dinero de la venta, pensamos buscar un piso más grande para los tres. Pero Isabel tenía otros planes.

Una tarde de domingo, mientras preparaba la cena, Isabel me llamó a su habitación. Su voz sonaba más suave de lo habitual, casi vulnerable.

—Lucía, necesito pedirte algo —dijo, sentada en la cama rodeada de cajas abiertas—. Sé que no ha sido fácil para ti tenerme aquí… pero quiero pedirte un favor antes de que todo esto termine.

Me senté a su lado, intentando mostrarme comprensiva.

—Dime, Isabel.

Ella respiró hondo y me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Quiero que me prometas que si algún día me pasa algo… tú cuidarás de mi perro, Bruno. No quiero que acabe en una perrera ni solo. Es lo único que me queda.

Me quedé helada. Bruno era un mastín enorme y agresivo al que yo temía desde el primer día. Había destrozado media casa en Salamanca y nunca se adaptó a vivir en un piso. Además, Isaac era alérgico y ya habíamos tenido problemas por eso en el pasado.

—Isabel… sabes que Isaac no puede estar cerca del perro —intenté razonar—. Y yo… no sé si podría encargarme de él sola.

Su mirada se endureció.

—Siempre supe que no eras capaz de entender lo que significa la familia para mí —escupió con amargura—. Pero te lo pido como última voluntad.

Salí de la habitación temblando. Esa noche no pude dormir. Isaac intentó tranquilizarme:

—No tienes por qué hacerlo si no quieres —me dijo—. Mi madre siempre ha sabido manipularnos con sus chantajes emocionales.

Pero la culpa me devoraba por dentro. ¿Y si algo le pasaba a Isabel? ¿Podría vivir sabiendo que le fallé en su última petición?

Los días siguientes fueron un infierno. Isabel dejó de hablarme y apenas salía de su habitación. El ambiente era irrespirable; cada comida era un suplicio en silencio. Finalmente, una mañana encontré una nota en la mesa del salón: «Me voy unos días a casa de una amiga. No os preocupéis por mí ni por Bruno».

Isaac respiró aliviado, pero yo sentí un vacío enorme. ¿Había hecho lo correcto? ¿O simplemente había elegido el camino más fácil?

Semanas después recibimos una llamada: Isabel había sufrido un infarto leve pero estaba fuera de peligro. Decidió quedarse en Salamanca con una prima lejana y dejó claro que no quería volver a Madrid.

Bruno fue adoptado por una familia del pueblo. Nunca volví a verlos ni a uno ni a otro.

Ahora, cada vez que paso por el parque donde solíamos pasear juntos —aunque siempre con miedo— me pregunto si fui demasiado egoísta o simplemente humana.

¿Hasta dónde debe llegar uno por la familia? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a uno mismo? ¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?