Las bolsas de la discordia: Una tarde en la Gran Vía

—¿Pero tú te crees que esto es normal, Luis? —resoplé, jadeando bajo el peso de las bolsas del supermercado, mientras esquivaba a los turistas que llenaban la Gran Vía aquella tarde de sábado.

Luis ni siquiera se giró. Caminaba unos pasos por delante, móvil en mano, absorto en una conversación de WhatsApp. Sergio, nuestro hijo de siete años, me miraba con esos ojos grandes y oscuros que heredó de mi madre. Yo sentía cómo el sudor me resbalaba por la frente y el brazo me temblaba del esfuerzo.

De repente, una melodía de guitarra rompió el bullicio de la calle. Un músico callejero, con barba canosa y camiseta del Atlético de Madrid, tocaba «Mediterráneo» de Serrat. La gente se arremolinaba a su alrededor, algunos dejaban monedas, otros grababan vídeos. Yo solo quería llegar a casa y soltar las bolsas.

Pero entonces ocurrió algo inesperado. El músico interrumpió su canción y, con voz potente, gritó:

—¡Eh, caballero! —señalando a Luis—. ¿No ve que su señora va cargada como una mula y usted va tan fresco?

La gente se giró. Sentí cómo me ardían las mejillas. Luis se quedó paralizado, sorprendido por la atención repentina.

—¿Perdón? —balbuceó él.

El músico se acercó, guitarra en mano, y le tendió una de mis bolsas.

—En mi casa eso no pasa —dijo sonriendo—. Aquí todos arrimamos el hombro. ¡Venga, hombre! Que luego dicen que los españoles somos unos vagos.

La multitud soltó una carcajada. Yo no sabía si reír o llorar. Luis cogió la bolsa, incómodo, y por primera vez en mucho tiempo me miró a los ojos.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —susurró.

—Te lo he dicho mil veces —respondí entre dientes—. Pero nunca escuchas.

Sergio tiró de mi manga.

—Mamá, ¿estás enfadada?

Me agaché a su altura y le acaricié el pelo.

—No, cariño. Solo estoy cansada.

El músico volvió a su guitarra y la gente siguió su camino. Pero nosotros nos quedamos allí, en medio de la acera, como si el tiempo se hubiera detenido. Luis me quitó otra bolsa de la mano y se la colgó al hombro. Por un momento sentí alivio, pero también rabia contenida.

Caminamos en silencio hasta la boca del metro. Dentro del vagón, el ambiente era denso. Nadie hablaba. Yo miraba por la ventana los grafitis que pasaban a toda velocidad y pensaba en todas las veces que había cargado sola con la compra, con Sergio dormido en brazos o con las mochilas del colegio.

Al llegar a casa, Luis dejó las bolsas en la cocina y se fue directo al salón. Yo empecé a guardar los yogures y las verduras sin decir palabra. Sergio se sentó a hacer los deberes.

Esa noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, Luis rompió el silencio:

—Lo siento, Marta. No me había dado cuenta de lo mucho que te toca cargar sola con todo.

Le miré sorprendida. No era habitual que pidiera perdón.

—No es solo hoy —dije—. Es cada día. El trabajo, la casa, Sergio… Siento que todo recae sobre mí y tú ni te enteras.

Luis bajó la mirada. Sergio nos observaba en silencio.

—¿Por qué discutís? —preguntó con voz temblorosa.

Me levanté y le abracé.

—No discutimos, cielo. Solo estamos hablando de cómo ayudarnos más en casa.

Luis suspiró y se acercó a nosotros.

—Tienes razón —me dijo—. A partir de ahora voy a estar más pendiente. No quiero que te sientas sola en esto.

No supe qué contestar. Parte de mí quería creerle; otra parte estaba cansada de promesas vacías.

Esa noche no dormí bien. Daba vueltas en la cama pensando en todas las mujeres que conocía: mi hermana Pilar, agotada con sus mellizos; mi amiga Lucía, divorciada y siempre corriendo; mi madre, que nunca se quejaba pero siempre estaba cansada. ¿Por qué nos tocaba siempre a nosotras?

Al día siguiente, Luis se levantó antes que yo y preparó el desayuno. Me sorprendió verlo freír huevos mientras Sergio ponía la mesa.

—Hoy te toca descansar —me dijo con una sonrisa tímida.

No pude evitar emocionarme. Quizá aquel músico callejero nos había dado una lección más grande de lo que imaginaba.

Por la tarde salimos los tres al Retiro. Caminamos despacio, compartiendo las mochilas y las risas. Por primera vez en mucho tiempo sentí que éramos un equipo.

A veces pienso en aquel músico y en cómo una simple intervención pública puede cambiarlo todo. ¿Cuántas veces callamos por vergüenza o costumbre? ¿Cuántas veces aceptamos cargas que no nos corresponden solo porque «siempre ha sido así»?

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que lleváis más peso del que os toca? ¿Qué haríais si alguien os lo señalara delante de todos?