Las promesas rotas del hogar: Un regreso a la soledad

—¿De verdad no vais a venir este verano? —pregunté, apretando el móvil con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. La voz de Sergio, mi hijo, sonaba lejana, casi impersonal, como si hablara con un desconocido.

—Papá, ya te lo hemos dicho… Lucía tiene mucho trabajo en el hospital y yo estoy hasta arriba con el despacho. Además, los niños tienen sus actividades aquí en Madrid. No podemos dejarlo todo para ir al pueblo —respondió, con ese tono cansado que últimamente siempre le acompaña.

Colgué sin despedirme. Me quedé sentado en la cocina, mirando por la ventana los campos de trigo que yo mismo había sembrado hace años, cuando aún creía que el esfuerzo tenía recompensa. Había pasado media vida en Alemania, trabajando de sol a sol en una fábrica de Stuttgart, soñando con volver a mi tierra y construir una casa donde mi familia pudiera reunirse cada verano, cada Navidad, cada vez que la vida lo permitiera. Cada euro que ahorraba era un ladrillo más para ese sueño.

Pero ahora, sentado en la mesa de roble que yo mismo fabriqué, sólo escucho el tic-tac del reloj y el zumbido de las moscas. La casa está llena de fotos: Sergio de niño, Lucía embarazada, mis nietos en la playa. Pero las risas se han quedado atrapadas en los marcos; aquí sólo queda silencio.

Recuerdo cuando le conté a Carmen, mi mujer, que quería volver al pueblo. Ella me miró con esa mezcla de ternura y resignación que sólo tienen las mujeres que han esperado demasiado.

—¿Y si Sergio no quiere venir? —me preguntó una noche mientras doblaba ropa.

—¿Cómo no va a querer? Es su casa, su tierra. Aquí están sus raíces —le respondí, convencido de que el hogar tira más que cualquier ciudad.

Pero Carmen ya intuía lo que yo no quería ver. Murió hace tres años, llevándose consigo la mitad de mi esperanza. Desde entonces, cada habitación vacía es un recordatorio de todo lo que he perdido.

El pueblo también ha cambiado. Los viejos amigos se han ido o están demasiado ocupados cuidando nietos ajenos. La plaza ya no se llena de niños corriendo detrás de un balón; ahora sólo se escucha el murmullo de los mayores jugando al dominó bajo la sombra de los plátanos.

Una tarde, mientras regaba el huerto, vi llegar a Pilar, mi vecina. Se acercó despacio, arrastrando los pies sobre la grava.

—¿Qué tal, Andrés? —me preguntó con esa voz suave que siempre me reconforta.

—Aquí ando, Pilar. Esperando a ver si este año vienen los chicos… pero ya ves —dije, encogiéndome de hombros.

Ella me miró con compasión.

—No te lo tomes a mal. Los jóvenes ahora quieren otra vida. Madrid es otra cosa…

—¿Y todo esto para qué? —le respondí señalando la casa, el jardín, los árboles frutales que planté para mis nietos.

Pilar suspiró y me puso una mano en el hombro.

—Para ti, Andrés. Lo hiciste por ti y por Carmen. No puedes vivir esperando siempre a los demás.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar las habitaciones vacías, a oler las sábanas limpias que había preparado para los niños. Me senté en el porche y miré las estrellas, preguntándome si alguna vez entenderían todo lo que he hecho por ellos.

Un día decidí ir a Madrid. Cogí el tren con una maleta pequeña y el corazón encogido. Cuando llegué al piso de Sergio, Lucía me recibió con una sonrisa forzada.

—¡Qué sorpresa, Andrés! ¿No nos avisaste?

—Quería veros… y a los niños —dije torpemente.

Los pequeños apenas me reconocieron. Me enseñaron sus tablets y sus juegos nuevos; no sabían nada del huerto ni de los cerezos en flor. Sergio apenas tenía tiempo para hablar conmigo; Lucía salía temprano y volvía tarde del hospital.

Una noche, después de cenar, intenté hablar con Sergio.

—Hijo, ¿no echas de menos el pueblo? El aire limpio… la tranquilidad…

Él suspiró y apartó la mirada.

—Papá, nuestra vida está aquí. Los niños tienen su colegio, sus amigos… No podemos cambiarlo todo ahora.

—Pero yo construí esa casa para vosotros…

—Lo sé —me interrumpió—. Y te lo agradezco. Pero tienes que entenderlo: nosotros no somos como tú y mamá. El mundo ha cambiado.

Me fui al día siguiente sin hacer ruido. En el tren de vuelta miré por la ventanilla los campos dorados y sentí una punzada en el pecho. ¿Había fallado como padre? ¿Había soñado demasiado alto?

Al llegar al pueblo, Pilar me esperaba en la estación.

—¿Y bien?

—No volverán —le dije simplemente.

Desde entonces intento llenar los días con pequeñas rutinas: cuidar el huerto, leer el periódico en la plaza, ayudar a algún vecino cuando puedo. Pero cada vez que paso por las habitaciones vacías siento un nudo en la garganta.

A veces pienso en venderlo todo e irme a una residencia en Toledo o Ciudad Real. Pero algo me ata aquí: los recuerdos, las promesas rotas y esa esperanza terca de que algún día volverán.

¿De qué sirve construir un hogar si nadie quiere habitarlo? ¿Es posible sentirse en casa cuando el corazón está tan lejos de los tuyos?