Lo que siembras, recoges: El arroz de la discordia
—¡Pues si tanto te molesta, come solo arroz! —grité, con la voz temblando, mientras Tomás cerraba la puerta de la cocina de un portazo. El eco de su enfado retumbó por todo el piso, pequeño y frío, en el barrio de Carabanchel. Me quedé mirando la bolsa de arroz sobre la encimera, blanca y casi insultante en su sencillez. ¿Cómo habíamos llegado a esto?
No era solo el arroz. Era la factura de la luz que no podíamos pagar, el alquiler que subía cada año, los sueldos congelados y las discusiones que se repetían como un mal estribillo. Tomás llevaba meses sin encontrar trabajo desde que cerraron la fábrica. Yo limpiaba casas en el barrio Salamanca, viendo cómo otras mujeres vivían vidas que parecían sacadas de una serie de televisión.
—¿Sabes lo que me ha dicho Tomás? —le conté a mi amiga Lucía por WhatsApp esa misma tarde—. Que la gente puede vivir meses solo con arroz. ¡Meses! Como si fuéramos personajes de una novela de posguerra.
Lucía me mandó un audio: «Mira, Carmen, no te dejes. Que una cosa es apretarse el cinturón y otra perder la dignidad. ¿Y tus hijos qué dicen?»
Mis hijos… Marta, con sus dieciséis años y sus silencios eternos, y Diego, que a los doce ya preguntaba si íbamos a tener que mudarnos otra vez. Ellos lo notaban todo. El arroz hervía en la olla mientras yo pensaba en cómo les explicaría que esta noche tampoco habría pollo ni pescado.
—Mamá, ¿hoy también toca arroz? —preguntó Diego desde el salón.
—Sí, cariño. Pero mañana haré lentejas —mentí.
Tomás volvió tarde esa noche. No hablamos. Se sirvió arroz en un plato y se sentó frente al televisor, como si nada hubiera pasado. Yo recogí los platos y me encerré en el baño a llorar en silencio. Recordé cuando nos conocimos en la universidad, cuando soñábamos con viajar por Europa y tener una casa con jardín. Ahora discutíamos por una bolsa de arroz del Mercadona.
Al día siguiente, Lucía vino a verme. Trajo croquetas caseras y una botella de vino barato.
—No puedes seguir así, Carmen —me dijo mientras fregábamos los platos juntas—. Esto no es vida. Habla con él.
Pero hablar con Tomás era como gritarle al mar: todo se lo tragaba y devolvía solo espuma. Esa noche, después de acostar a los niños, me armé de valor.
—Tomás, tenemos que hablar —dije sentándome frente a él.
Él suspiró, sin apartar la vista del móvil.
—¿Otra vez lo mismo?
—No podemos seguir así. No podemos vivir solo de arroz ni vivir sin hablarnos. Los niños lo notan. Yo lo noto.
Él dejó el móvil sobre la mesa y me miró por fin.
—¿Y qué quieres que haga? No hay trabajo. No hay dinero. ¿Quieres que robe?
—Quiero que luches. Que no te rindas. Que no me arrastres contigo al fondo.
Se hizo un silencio largo y denso.
—¿Sabes lo humillante que es para mí? —susurró—. No poder darte ni un filete para cenar…
Me acerqué y le tomé la mano.
—No quiero filetes. Quiero sentir que seguimos siendo un equipo.
Esa noche dormimos abrazados por primera vez en meses. Pero al día siguiente todo volvió a ser igual: arroz para comer, facturas sin pagar, miradas esquivas.
Un sábado por la mañana, Marta explotó:
—¡Estoy harta! ¡En casa de Laura siempre hay comida buena! ¡Aquí solo hay arroz y discusiones!
La bofetada invisible me dolió más que cualquier palabra de Tomás.
Esa tarde salí a caminar sola por Madrid Río. Vi familias riendo, parejas paseando perros, niños jugando al fútbol en el parque. Me senté en un banco y lloré hasta quedarme vacía.
Al volver a casa, encontré a Tomás sentado con los niños en la mesa del salón. Había cocinado una tortilla con las últimas patatas y huevos que quedaban.
—He encontrado un trabajo —anunció con voz ronca—. Es solo media jornada en un almacén, pero algo es algo.
Nos abrazamos los cuatro como si hubiéramos ganado la lotería.
Las cosas no mejoraron de golpe. Seguimos apretándonos el cinturón, pero poco a poco volvieron las risas a casa. Aprendí a pedir ayuda sin sentirme menos madre ni menos mujer. Tomás recuperó algo de su antiguo brillo en los ojos.
Ahora, cuando veo una bolsa de arroz en el supermercado, no puedo evitar estremecerme. Pero también recuerdo que sobrevivimos juntos a nuestra propia tormenta.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias estarán ahora mismo discutiendo por una bolsa de arroz? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar antes de perder lo más importante: el amor propio y la dignidad?