Los ecos de las palabras no dichas

—¿Por qué nunca me lo contaste, mamá? —La voz de Alejandro retumba en el pasillo estrecho de nuestro piso en Vallecas. El reloj de la cocina marca las dos de la madrugada, y yo, con la espalda apoyada en la pared, siento que el suelo se abre bajo mis pies.

No sé qué responderle. Llevo veinte años guardando palabras, tragando lágrimas, fingiendo que todo iba bien. Pero ahora, con sus ojos clavados en los míos, sé que ya no puedo esconderme.

—¿Contarte qué, hijo? —mi voz tiembla, como si tuviera quince años otra vez y mi madre me estuviera regañando por llegar tarde.

Alejandro aprieta los puños. Tiene veintidós años, pero en este momento parece el niño que se aferraba a mi falda cuando su padre se marchó sin mirar atrás.

—¡Que fue por tu culpa! —grita—. ¡Por tu culpa papá se fue! ¡Por tu culpa crecí sin una familia normal!

El eco de sus palabras golpea las paredes desnudas del salón. Siento que me falta el aire. Me gustaría abrazarle, decirle que no es verdad, que hice todo lo que pude… pero ¿de verdad lo hice?

Recuerdo aquella mañana de noviembre. El cielo gris sobre Madrid, la humedad colándose por las ventanas del piso de protección oficial. Manuel cerró la puerta con un portazo y no volvió. Yo tenía veintisiete años y un niño de dos en brazos. Mi madre, Carmen, vino corriendo desde su piso en Usera al enterarse. “Te lo dije, Lucía. Ese hombre no era de fiar”, repetía mientras me ayudaba a recoger los juguetes del suelo.

Pero nadie me preparó para la soledad. Para las miradas de los vecinos en el portal, para las preguntas incómodas en las reuniones del colegio: “¿Y el papá de Alejandro?” Yo sonreía y mentía: “Trabaja mucho”.

Trabajé limpiando casas, cuidando ancianos, haciendo horas extras en un supermercado del barrio. Cada euro era una batalla ganada. Alejandro creció entre libros de segunda mano y meriendas de pan con chocolate. Nunca le faltó un beso de buenas noches ni una bufanda tejida por mi madre.

Pero ahora, con su reproche ardiendo en el aire, me doy cuenta de que quizá sí le faltó algo: la verdad.

—Alejandro —susurro—, tu padre se fue porque no supo ser padre. No fue culpa mía…

Él niega con la cabeza, furioso.

—Eso es lo que tú dices. Pero nunca me dejaste verle. Nunca me hablaste bien de él. Siempre ponías excusas para que no le llamara.

Me muerdo el labio. ¿Es cierto? ¿Le protegí o le robé la oportunidad de conocer a su padre?

Recuerdo las noches en las que Alejandro lloraba preguntando por Manuel. Yo le abrazaba fuerte y le decía: “Papá está lejos”. Pero la verdad era más amarga: Manuel nunca llamó, nunca preguntó por su hijo. Y yo, herida y orgullosa, preferí callar antes que admitirlo.

—No quería que sufrieras —le digo—. No quería que supieras lo poco que le importabas.

Alejandro se aparta de mí como si le hubiera pegado.

—¿Y crees que así no he sufrido? ¿Crees que crecer sintiéndome diferente a todos mis amigos no ha dolido?

Me siento en el sofá, derrotada. Miro las fotos familiares en la estantería: Alejandro con su uniforme del colegio público; mi madre sonriendo en la playa de Benidorm; yo sujetando una tarta improvisada con velas torcidas.

—Hijo… —empiezo, pero él me interrumpe.

—¿Por qué nunca le buscaste? ¿Por qué nunca intentaste arreglarlo?

La pregunta me atraviesa como un cuchillo. ¿Por qué no lo hice? ¿Por miedo? ¿Por orgullo? ¿Por protegerme a mí misma?

Recuerdo las cartas sin respuesta, los mensajes al móvil que nunca devolvió. Recuerdo a mi madre diciéndome: “No te arrastres por ese hombre”. Recuerdo las noches en vela pensando si debía insistir o dejarle marchar para siempre.

—Lo intenté —digo al fin—. Más veces de las que imaginas. Pero él ya tenía otra vida… otra familia.

Alejandro se queda callado. Sus hombros tiemblan. Me acerco despacio y le pongo una mano en el brazo.

—Sé que te he fallado —susurro—. Pero todo lo que hice fue por amor.

Él se aparta bruscamente.

—No quiero tu amor ahora —dice entre dientes—. Quiero respuestas.

El silencio se instala entre nosotros como un muro invisible. Afuera llueve sobre Madrid y los coches pasan salpicando los charcos del asfalto.

Pienso en todas las veces que he callado para protegerle. En cómo la sociedad nos mira a las madres solteras: como si fuéramos culpables de algo, como si hubiéramos roto una promesa sagrada. Pienso en mi madre, en cómo luchó sola tras la muerte de mi padre; en cómo yo juré que sería diferente para mi hijo… y aquí estamos, repitiendo los mismos errores.

Alejandro se levanta y va hacia la puerta.

—Me voy a casa de Marta —dice sin mirarme—. Necesito pensar.

La puerta se cierra suavemente esta vez. Me quedo sola en el salón oscuro, escuchando los ecos de sus reproches y mis propias dudas.

¿De verdad podía haber hecho algo diferente? ¿O estamos todos condenados a arrastrar los silencios y las heridas de quienes vinieron antes?

A veces me pregunto si algún día podré contarle toda la verdad sin miedo a perderle para siempre. ¿Cuántas familias españolas viven atrapadas entre lo que callan y lo que sueñan decir? ¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez el peso de las palabras no dichas?