Mi familia me olvidó: soledad en la vejez y un giro inesperado
—¿Por qué no vienes nunca, Lucía? —pregunté con la voz temblorosa, apretando el teléfono contra mi oído como si así pudiera retener a mi hija un poco más cerca.
Al otro lado, un silencio incómodo. Luego, su voz, apresurada y lejana:
—Mamá, estoy liadísima. Entre el trabajo, los niños, la casa… Ya sabes cómo es esto. Te llamo otro día, ¿vale?
Colgó antes de que pudiera decirle que hoy era mi cumpleaños.
Me quedé sentada en la mesa del comedor, frente a una tarta pequeña que yo misma había comprado en la pastelería de la esquina. Ochenta velas no caben en una tarta tan diminuta, pero tampoco tenía fuerzas para encenderlas todas. El reloj del salón marcaba las seis y media de la tarde. Afuera, la ciudad de Valladolid seguía su ritmo indiferente.
Nunca pensé que la vejez sería así. Cuando era joven, imaginaba mi casa llena de risas, de nietos correteando por el pasillo, de mis hijos discutiendo sobre política o fútbol mientras yo preparaba croquetas. Pero la realidad es otra: mis hijos viven a menos de diez kilómetros y apenas nos vemos una vez al mes, si acaso.
Recuerdo cuando éramos una familia unida. Mi marido, Antonio, siempre decía que los domingos eran sagrados: comida familiar, sobremesa larga y paseo por el Campo Grande. Pero Antonio se fue hace seis años y, desde entonces, todo se desmoronó poco a poco. Lucía trabaja en una gestoría y siempre está ocupada. Pablo, mi hijo mayor, vive en Parquesol y tiene tres hijos que apenas conozco. Me mandan fotos por WhatsApp, pero no es lo mismo.
A veces me pregunto si hice algo mal. ¿Fui demasiado exigente? ¿No les di suficiente cariño? ¿O es simplemente que la vida moderna nos arrastra a todos?
El teléfono volvió a sonar esa noche. Era mi nieta Marta:
—Abuela, ¿cómo estás?
—Bien, hija, bien —mentí—. ¿Y tú?
—Tengo que hacer un trabajo sobre la Guerra Civil para el instituto. ¿Tú te acuerdas de algo que te contara el bisabuelo?
Le conté historias de mi padre escondiendo libros prohibidos y cómo la abuela cosía banderas en secreto. Marta escuchaba con atención y, por un momento, sentí que alguien me necesitaba de nuevo.
Pero al colgar, el silencio volvió a llenarlo todo.
Los días pasaban iguales: desayuno sola, paseo por el barrio, saludo a las vecinas en el mercado… A veces me siento invisible. En la farmacia me llaman «señora Carmen» y sonríen con lástima. En el banco me hablan despacio, como si no entendiera nada.
Un jueves por la tarde, mientras regaba las plantas del balcón, escuché un golpe seco en el piso de abajo. Me asomé y vi a mi vecina Rosario tirada en el suelo del portal. Bajé corriendo como pude y llamé a emergencias. Mientras esperábamos a la ambulancia, le sujeté la mano y le hablé para que no perdiera el conocimiento.
—No te vayas a dormir, Rosario. Mira que eres cabezota —le dije intentando bromear.
Cuando llegaron los sanitarios y se la llevaron, me quedé temblando en el portal. Pensé en lo fácil que sería desaparecer sin que nadie se diera cuenta.
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para mirar el móvil: ningún mensaje de mis hijos. Al amanecer decidí escribirles un mensaje en el grupo familiar:
«Hoy he ayudado a Rosario porque se ha caído en el portal. He pensado mucho en lo sola que estoy últimamente. Me gustaría veros más a menudo. Os echo de menos.»
No esperaba respuesta inmediata. Pero a las nueve de la mañana sonó el timbre. Era Pablo con sus tres hijos:
—Mamá… He leído tu mensaje y tienes razón. No sé en qué momento hemos dejado de venir tanto —dijo abrazándome fuerte.
Los niños entraron corriendo al salón y enseguida empezaron a pelearse por quién se sentaba a mi lado. Pablo fue a la cocina y preparó café como hacía su padre.
Por primera vez en mucho tiempo sentí calor humano en casa.
Ese fin de semana vinieron también Lucía y Marta. Hicimos una paella juntos y jugamos al parchís como cuando eran pequeños. Hablamos de todo: del trabajo, de los problemas del país, de los recuerdos de papá… Y también de mí.
—Mamá —dijo Lucía mirándome a los ojos—, perdóname por no haber estado más pendiente. A veces pienso que eres invencible y se me olvida que también necesitas compañía.
Lloramos juntas. No sé si fue por tristeza o por alivio.
Desde entonces hemos hecho un pacto: cada domingo comemos juntos en casa. No siempre están todos, pero ya no paso semanas enteras sin verles.
A veces sigo sintiendo miedo a la soledad, pero ahora sé que puedo pedir ayuda. Y que mi familia sigue ahí, aunque a veces se despiste.
Me pregunto cuántos mayores estarán ahora mismo mirando el teléfono esperando una llamada que no llega… ¿De verdad estamos tan ocupados como para olvidar a quienes nos dieron todo? ¿Qué harías tú si fueras yo?