Mi hermano heredó la casa de nuestros padres: ahora me exige pagar alquiler como a una extraña
—¿Así que ahora soy una inquilina más? —le espeté a Luis, con la voz temblorosa, mientras sostenía entre las manos la carta que acababa de dejarme en la mesa de la cocina. El papel olía a tinta fresca y a traición.
Luis ni siquiera levantó la vista del móvil. —No es eso, Elena. Es lo justo. Yo soy el propietario ahora. No puedo mantener la casa y tus gastos. Si quieres quedarte, tendrás que pagar como cualquier otra persona.
Me quedé helada. Aquella cocina, con sus azulejos desportillados y el reloj de pared que aún marcaba la hora del último desayuno con mamá, era el escenario de mi infancia. Allí aprendí a leer sentada en las rodillas de papá, allí mamá me curaba las rodillas peladas después de jugar en el patio. Y ahora, mi propio hermano me echaba en cara un alquiler que sabía que no podía pagar.
La casa había sido de nuestros padres toda la vida. Un caserón antiguo en las afueras de Aranda de Duero, con una higuera en el jardín y una verja oxidada que chirriaba cada vez que alguien entraba. Tras su muerte, pensé que al menos ese lugar seguiría siendo nuestro refugio, aunque solo fuera en espíritu. Pero el testamento fue claro: todo para Luis, el hijo mayor. Yo, la pequeña, solo recibí unas joyas antiguas y un par de fotos descoloridas.
—¿Te parece justo? —le pregunté, con lágrimas asomando—. ¿Después de todo lo que hemos vivido aquí?
Luis suspiró y se encogió de hombros. —No es cuestión de justicia, Elena. Es cuestión de necesidad. Tengo mi propia familia ahora. Los gastos no se pagan solos.
Recordé entonces a Lucía, su mujer, mirándome siempre por encima del hombro cada vez que me veía desayunar en la terraza o tender la ropa en el patio. Ella nunca quiso que yo siguiera aquí. Decía que era una carga, una sombra del pasado que no les dejaba avanzar.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Cada día encontraba una nota nueva: “Recuerda el pago del mes”, “No olvides tu parte del recibo de la luz”, “Si no puedes pagar, tendrás que buscar otro sitio”. Me sentía como una intrusa en mi propio hogar.
Una tarde, mientras recogía las sábanas del tendedero, escuché a Luis y Lucía discutir en el salón:
—No podemos seguir manteniéndola aquí gratis —decía ella—. ¿Y si alquilamos la casa entera? Nos vendría bien ese dinero para la hipoteca del piso en Burgos.
—Es mi hermana…
—¡Pero no es tu responsabilidad! Ya es hora de que aprenda a valerse por sí misma.
Me mordí los labios hasta hacerme daño. No quería ser una carga para nadie, pero tampoco podía soportar la idea de abandonar el único lugar donde me sentía segura.
Intenté buscar trabajo en el pueblo, pero apenas había oportunidades. La tienda de ultramarinos cerró hace meses y el bar solo necesitaba camareros los fines de semana. Mis ahorros se esfumaban rápido y cada vez veía más cerca el momento en que tendría que marcharme.
Una noche, mientras preparaba una tortilla francesa para cenar, Luis entró en la cocina:
—Elena… lo siento, pero tienes dos semanas para decidirte. O pagas o te vas.
No pude más. Estallé:
—¿Sabes lo que significa esta casa para mí? ¿Te acuerdas cuando mamá nos leía cuentos junto a la chimenea? ¿O cuando papá nos enseñó a montar en bici en el jardín? ¡Esto no es solo ladrillo y tejas! ¡Es nuestra vida!
Luis bajó la mirada. Por un momento creí ver un destello de culpa en sus ojos, pero enseguida se endureció.
—La vida cambia, Elena. No podemos vivir siempre del pasado.
Esa noche dormí poco. Me levanté antes del amanecer y recorrí cada rincón de la casa: el desván donde escondíamos los regalos de Reyes, el cuarto de baño con las baldosas azules donde mamá me peinaba antes del colegio, el porche donde papá fumaba su pipa al atardecer. Cada rincón era un recuerdo clavado como una espina.
Llamé a mi amiga Carmen para pedirle consejo:
—¿Y si le denuncias? —me sugirió—. No puede echarte así como así.
—No quiero líos legales… Es mi hermano.
—Pues entonces tendrás que buscar otro sitio donde vivir.
El pueblo empezó a murmurar. Algunos decían que Luis tenía razón; otros me miraban con compasión cuando me veían pasar por la plaza mayor cargando bolsas del supermercado barato.
El día que empaqué mis cosas sentí que me arrancaban algo más que recuerdos. Luis ni siquiera estaba; Lucía me entregó las llaves con una sonrisa fría y un “suerte” apenas audible.
Me fui a vivir a una habitación alquilada en Burgos, compartiendo piso con dos estudiantes veinteañeras que no entendían por qué lloraba cada vez que veía una higuera desde la ventana.
Han pasado meses y aún sueño con aquella casa. A veces me pregunto si hice bien en marcharme sin luchar más. Si el dinero puede realmente romper los lazos familiares o si solo saca a la luz lo peor de nosotros mismos.
¿De verdad una herencia vale más que todos los recuerdos compartidos? ¿Qué haríais vosotros si vuestro propio hermano os tratara como a un extraño?