Mi hija dice que soy tóxica. Pero solo la echo de menos

—¡Mamá, por favor, deja de llamarme tres veces al día! —gritó Lucía por teléfono, su voz temblando entre la rabia y el cansancio.

Me quedé en silencio, con el auricular temblando en mi mano. Sentí cómo el corazón se me encogía. ¿En qué momento mi amor se convirtió en una carga? ¿Cuándo pasé de ser su refugio a ser su tormenta?

Me llamo Carmen, tengo 68 años y vivo en un piso pequeño en Vallecas. Mi vida siempre ha girado en torno a Lucía. Su padre, Antonio, nos dejó cuando ella tenía solo cinco años. Recuerdo aquel día como si fuera ayer: la maleta en la puerta, el portazo seco, el llanto de Lucía aferrada a mi falda. Desde entonces, juré que nunca le faltaría nada. Ni amor, ni compañía, ni protección.

Durante años fui madre y padre. Trabajaba limpiando casas ajenas mientras Lucía hacía los deberes en la mesa de la cocina. Le preparaba bocadillos de nocilla para merendar y le cosía los disfraces del colegio hasta la madrugada. Cuando sacaba buenas notas, lloraba de orgullo; cuando tenía miedo a la oscuridad, dormía a su lado hasta que se dormía tranquila.

Pero ahora todo ha cambiado. Lucía tiene 35 años, un trabajo estable en una gestoría del centro y vive con su pareja, Sergio, en un piso moderno en Lavapiés. Apenas nos vemos una vez al mes y las llamadas se han convertido en discusiones.

—Mamá, tienes que dejarme vivir mi vida —me repite cada vez que intento saber si ha comido bien o si Sergio la trata como merece.

No lo entiendo. ¿Acaso no es eso lo que hacen las madres? ¿Preocuparse? ¿Cuidar? ¿Por qué ahora todo es «tóxico», «asfixiante», «controlador»?

El otro día fui al mercado y vi unas fresas preciosas. Recordé cuánto le gustaban a Lucía de pequeña. Las compré y fui a su casa sin avisar. Cuando abrió la puerta, me miró como si fuera una extraña.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, cruzándose de brazos.

—Te he traído fresas —dije, intentando sonreír.

—Mamá, no puedes venir sin avisar. Sergio está trabajando desde casa y necesito espacio.

Me fui con las fresas en la bolsa y el alma hecha trizas. Caminé por la calle sintiéndome invisible, como si ya no tuviera un lugar en su vida.

A veces pienso que todo esto es culpa mía. Que la he protegido tanto que ahora no sabe cómo poner límites sin herirme. O quizá soy yo la que no sabe vivir sin ella.

Mis amigas del centro de mayores dicen que tengo que buscarme aficiones: yoga, pintura, viajes del Imserso. Pero nada me llena como ver a Lucía feliz. Cuando era pequeña, me necesitaba para todo; ahora parece que solo soy un estorbo.

La semana pasada discutimos fuerte. Le pregunté si Sergio pensaba pedirle matrimonio algún día y ella explotó:

—¡Mamá, deja de meterte en mi vida! ¡Eres una madre tóxica!

Esa palabra me dolió más que cualquier bofetada. Tóxica. Como si mi amor fuera veneno.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar fotos antiguas: Lucía vestida de sevillana en la feria del barrio; Lucía con las rodillas peladas y una sonrisa desdentada; Lucía abrazada a mí el día de su graduación.

¿En qué momento dejé de ser suficiente? ¿Cuándo se rompió el hilo invisible que nos unía?

Intento no llamarla tanto, pero cada vez que pasa un día sin saber de ella siento un vacío insoportable. Me paso las tardes mirando el móvil, esperando un mensaje que casi nunca llega.

El domingo pasado fue su cumpleaños. Le preparé su tarta favorita y le escribí una carta pidiéndole perdón por ser tan pesada. Cuando llegó con Sergio, apenas probó la tarta y dejó la carta sin abrir sobre la mesa.

—Mamá, tienes que aprender a estar sola —me dijo antes de irse.

Me quedé sentada frente a dos platos vacíos y una vela apagada. Lloré como hacía años que no lloraba.

A veces pienso en Antonio y me pregunto si él también siente este vacío. Si alguna vez echa de menos a Lucía como yo. Pero él rehizo su vida lejos de nosotras y nunca volvió a mirar atrás.

Yo no sé hacerlo. No sé cómo dejar de ser madre a tiempo completo. No sé cómo llenar mis días sin Lucía.

¿De verdad soy tóxica por quererla tanto? ¿O es el mundo el que ha cambiado y ya no hay sitio para madres como yo?

Quizá debería aprender a quererme un poco más a mí misma, pero ¿cómo se hace eso después de toda una vida dedicada a otra persona?

¿Alguna vez habéis sentido este vacío? ¿Es posible dejar de necesitar tanto a los hijos sin dejar de quererlos?