Mis hijos apenas me recuerdan: el precio de la soledad
—¿De verdad no puedes venir esta semana, Lucía? —mi voz temblaba al teléfono, intentando sonar menos desesperada de lo que me sentía.
Al otro lado, el silencio se alargó. Escuché un suspiro, el murmullo de fondo de niños pequeños y la voz de mi hija, seca, casi impaciente:
—Mamá, ya te lo dije. Entre el trabajo y los niños no tengo tiempo. ¿Por qué no le pides a Pablo?
Pablo. Mi hijo. El que vive a veinte minutos en coche y que, según él, siempre está «a tope». La última vez que vino fue en Navidad, y solo porque le insistí durante semanas. Desde que murió Antonio, mi marido, la casa se ha ido llenando de polvo y de recuerdos, pero vaciándose de vida.
Me senté en la silla de la cocina, la misma donde tantas veces preparé meriendas para ellos, donde curé rodillas raspadas y escuché confidencias adolescentes. Ahora solo escucho el tic-tac del reloj y el eco de mi propia respiración.
No siempre fue así. Cuando Antonio y yo éramos jóvenes, todo giraba en torno a los niños. Trabajábamos duro para darles lo mejor: clases de inglés para Lucía, fútbol para Pablo, vacaciones en la playa de Benidorm aunque apenas llegáramos a fin de mes. Les enseñamos a ser responsables, a cuidar de los demás. ¿En qué momento se olvidaron de cuidar de mí?
El teléfono volvió a sonar. Era Pablo esta vez.
—Mamá, ¿qué pasa? Lucía dice que estás pesada con lo de la compra y las medicinas. ¿No puedes pedirlas por internet?
—Pablo —le interrumpí—, necesito que vengas. Hay cosas que no puedo hacer sola. La caldera hace un ruido raro y no quiero que pase como el año pasado con la fuga.
—Mira, mamá, ahora mismo no puedo. Tengo mucho lío en el trabajo y… —su voz se fue apagando mientras yo sentía cómo una rabia fría me recorría el cuerpo.
Colgué sin despedirme. Me quedé mirando la foto familiar del salón: los cuatro en la boda de Lucía, todos sonriendo, todos juntos. ¿Dónde quedó esa familia?
Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama recordando las veces que me quedé sin dormir por ellos: cuando Lucía tuvo fiebre alta con seis años; cuando Pablo llegó borracho a casa con diecisiete y me senté a su lado hasta que se le pasó el susto; cuando Antonio enfermó y pasé noches enteras velándole.
A la mañana siguiente tomé una decisión. Me vestí despacio, con la dignidad que aún me quedaba, y llamé a mis hijos por videollamada.
—Quiero hablar con vosotros —dije sin rodeos cuando aparecieron sus caras en la pantalla.
—¿Qué pasa ahora, mamá? —preguntó Lucía, visiblemente molesta.
—Estoy cansada —mi voz sonó firme—. Cansada de estar sola, de pediros ayuda y recibir excusas. He decidido que si no podéis o no queréis estar presentes en mi vida, venderé la casa y todo lo que tengo para irme a una residencia donde al menos alguien se preocupe por mí.
Vi cómo se les helaba la expresión. Pablo intentó protestar:
—Mamá, no digas tonterías…
—No es ninguna tontería —le corté—. He dedicado mi vida a vosotros. Ahora os toca decidir si queréis formar parte de lo que me queda de vida o preferís que desaparezca entre desconocidos.
Lucía bajó la mirada. Pablo se pasó la mano por el pelo, incómodo.
—Mamá… —empezó Lucía—, no sabía que te sentías así.
—No lo sabías porque nunca preguntas —respondí con amargura—. Solo llamáis cuando necesitáis algo o cuando os da remordimiento.
El silencio se hizo pesado. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tenía el control.
Esa tarde vinieron los dos a casa. No fue fácil; hubo reproches, lágrimas y viejas heridas abiertas:
—Siempre nos haces sentir culpables —dijo Pablo.
—¿Culpables? Solo quiero sentirme querida —respondí entre sollozos—. No quiero ser una carga ni una obligación.
Lucía me abrazó por primera vez en meses. Sentí su temblor y su llanto contenido.
—Perdónanos, mamá —susurró—. No nos dimos cuenta de lo solos que te dejamos.
No sé si las cosas cambiarán mucho después de esto. Quizá vuelvan las excusas y las ausencias. Pero al menos he dicho lo que llevaba años callando.
Ahora me pregunto: ¿Cuántos padres en España viven esta misma soledad? ¿Cuántos hijos se darán cuenta demasiado tarde del precio del abandono?