No abandonaré a mi hijo: la historia de una decisión imposible
—¡No pienso quedarme ni un minuto más con ese crío llorando todo el día! —gritó mi madre desde el pasillo, su voz retumbando en las paredes del piso de Carabanchel.
Me quedé helado, con Hugo en brazos, su carita roja y húmeda por el llanto. Mi madre, Carmen, nunca había sido una mujer cariñosa, pero desde que murió mi padre, su corazón parecía haberse endurecido aún más. Yo, Sergio, 28 años, parado desde hace seis meses y padre soltero desde que Lucía decidió marcharse a Valencia sin mirar atrás, me sentía cada vez más pequeño en esa casa que ya no era un hogar.
—Mamá, por favor… sólo necesito un poco más de tiempo —suplicaba mientras intentaba calmar a Hugo con una nana improvisada.
—¡Tiempo! ¡Eso es lo que siempre pides! ¿Y qué hago yo? ¿Aguantar gritos y pañales hasta cuándo? ¡Este no es mi problema! —me espetó, cruzando los brazos y mirándome como si fuera un extraño.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. El televisor seguía encendido en el fondo, con las noticias hablando de la subida del paro y los alquileres imposibles en Madrid. Mi madre apagó la tele de un manotazo.
—O te buscas la vida o te vas. Pero aquí no quiero más niños —sentenció.
Sentí cómo se me partía el alma. Recordé cuando era pequeño y me caía en el parque; ella me levantaba del suelo sin una caricia, sólo con un “no llores, que no es para tanto”. Ahora era yo quien tenía que levantarme solo.
Esa noche empaqué lo poco que tenía: dos mudas para Hugo, su peluche favorito y una foto de Lucía que aún no había tenido valor de tirar. Salí al portal con Hugo dormido sobre mi pecho. El frío de enero me golpeó la cara como una bofetada.
Llamé a mi amigo Álvaro. —Tío, ¿puedo quedarme unos días en tu sofá? —le pregunté, la voz temblorosa.
—Claro, vente. Pero sabes que mi piso es pequeño y la casera no quiere niños…
No tenía otra opción. Caminé hasta el metro, esquivando miradas curiosas y algún comentario de una vecina: “¿Ya te vas? Pobrecito el niño…”.
En el vagón, Hugo se despertó y empezó a llorar otra vez. Una señora mayor me miró con desaprobación. —Los niños necesitan una madre —murmuró.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué todos daban por hecho que yo no podía cuidar de mi hijo? ¿Por qué nadie preguntaba dónde estaba la madre?
En casa de Álvaro, el sofá era duro y la calefacción apenas funcionaba. Pero al menos allí nadie nos gritaba. Por las noches, mientras Hugo dormía abrazado a mi camiseta, yo repasaba ofertas de trabajo en el móvil hasta quedarme dormido de agotamiento.
Una tarde, mientras esperaba en la cola del INEM, recibí un mensaje de mi madre: “Si quieres venir a recoger tus cosas, avísame antes. No quiero sorpresas”.
No respondí. Sentía una mezcla de odio y tristeza. ¿Cómo podía ser tan fría? ¿No era Hugo también su nieto?
Los días pasaban y el dinero se acababa. Álvaro empezó a insinuar que buscara otro sitio. —No es por ti, Sergio… pero la casera ya ha preguntado por el niño.
Me sentí acorralado. Fui a Servicios Sociales. La funcionaria me miró con compasión: —Hay lista de espera para ayudas al alquiler… ¿No tienes familia?
—Mi madre nos echó —respondí, tragando saliva.
—¿Y la madre del niño?
—Se fue. No quiere saber nada.
Me dieron cita para dentro de dos semanas. Salí de allí sintiéndome invisible.
Una noche, mientras Hugo dormía con fiebre, llamé a mi madre desesperado.
—Mamá… Hugo está mal. No sé qué hacer.
—Llévalo al hospital —respondió seca—. Yo no puedo ayudarte.
Colgó sin más. Me sentí huérfano por segunda vez en mi vida.
En urgencias del Hospital 12 de Octubre, una enfermera me preguntó si necesitaba ayuda psicológica. Le dije que sólo necesitaba trabajo y un techo para mi hijo.
Al salir del hospital, vi a una pareja mayor jugando con su nieta en el parque frente a Urgencias. Sentí una punzada de envidia y rabia.
Pasaron los días y finalmente conseguí un trabajo como reponedor nocturno en un supermercado. No era mucho, pero al menos podría pagar una habitación compartida en Usera. Allí Hugo y yo empezamos de cero: colchón en el suelo, paredes desnudas y mucha incertidumbre.
A veces pienso en mi madre. ¿Dormirá tranquila sabiendo que su nieto pasa frío? ¿O se arrepentirá alguna noche?
Una tarde recibí una carta suya: “Espero que estés bien. Si necesitas algo para el niño, dímelo”. No supe si era orgullo o remordimiento lo que hablaba por ella.
Hoy Hugo cumple dos años. Le he comprado un globo azul y le he preparado arroz con tomate, como hacía mi abuela cuando yo era pequeño. Miro su sonrisa y sé que hice lo correcto.
Pero cada noche me pregunto: ¿Qué clase de madre puede echar a su hijo y a su nieto a la calle? ¿Y qué clase de hijo soy yo por seguir esperando una llamada de reconciliación?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Es posible perdonar algo así alguna vez?