No puedo más: Entre el amor y el olvido de mi hija
—¿Otra vez, Lucía? —mi voz tembló, pero ella ni siquiera levantó la mirada del móvil—. Hoy tengo la revisión con el médico, te lo dije ayer.
—Mamá, es solo un rato. Además, sabes que a Sofía le encanta estar contigo —respondió Lucía, dejando caer las llaves sobre la mesa y saliendo de casa como si nada.
Me quedé allí, en el pasillo, con Sofía abrazada a mi pierna y una punzada en el pecho. No era la primera vez. Desde que Lucía se separó de Marcos hace dos años, mi vida se había reducido a cuidar de mi nieta y esperar a que mi hija recordara que yo también existo.
Sofía tiene seis años y una energía inagotable. Me mira con esos ojos grandes y oscuros, tan parecidos a los de su madre cuando era pequeña. Pero yo ya no tengo la fuerza de antes. Mis rodillas crujen cada vez que me agacho para recoger sus juguetes, y mi espalda protesta cuando la alzo para que alcance el columpio en el parque.
A veces me pregunto si Lucía se da cuenta de lo que me está haciendo. Si alguna vez piensa en mí como algo más que la abuela disponible, la mujer que siempre está ahí para salvarle la vida cuando el trabajo o sus planes la desbordan. Pero no lo dice. Solo deja a Sofía y se va, como si fuera lo más natural del mundo.
—Abuela, ¿jugamos a las princesas? —me pide Sofía, con esa voz dulce que desarma cualquier resistencia.
—Claro, cariño —le sonrío, aunque por dentro solo quiero tumbarme un rato y cerrar los ojos.
El día pasa entre cuentos, meriendas y peleas por la tablet. Cuando Lucía vuelve, ya es de noche. Ni siquiera pregunta cómo estoy. Solo recoge a Sofía y me lanza un «gracias» distraído antes de desaparecer por la puerta.
Esa noche no puedo dormir. Me duele todo el cuerpo y siento una tristeza pegajosa que no se va. Recuerdo cuando Lucía era pequeña y yo hacía malabares para llegar a fin de mes. Trabajaba limpiando casas ajenas mientras mi madre cuidaba de ella. Siempre pensé que algún día todo ese esfuerzo sería reconocido, que mi hija entendería lo que significa sacrificarse por los demás.
Pero ahora solo soy invisible. Una sombra en su vida.
Al día siguiente intento hablar con ella. La llamo por teléfono mientras Sofía está en el colegio.
—Lucía, necesito hablar contigo —digo, intentando sonar firme.
—¿Qué pasa ahora, mamá? Estoy en una reunión —responde con impaciencia.
—No puedo seguir así. Estoy cansada. Necesito descansar, tener tiempo para mí… —mi voz se quiebra sin quererlo.
—Mamá, no empieces otra vez. Sabes que no tengo a nadie más. ¿Qué quieres que haga? ¿Dejar el trabajo? —su tono es frío, casi hostil.
Cuelga antes de que pueda responderle.
Me quedo mirando el teléfono como si fuera un objeto extraño. ¿En qué momento se rompió todo entre nosotras? ¿Cuándo dejó de verme como su madre para convertirme en un recurso más?
Los días pasan iguales. Cada vez me cuesta más levantarme por las mañanas. Mis amigas del centro de mayores me llaman para ir a jugar al bingo o tomar un café, pero siempre tengo que decir que no porque Lucía necesita que cuide de Sofía.
Una tarde, mientras espero a que Lucía venga a recoger a la niña, Sofía me mira fijamente y pregunta:
—Abuela, ¿por qué estás triste?
No sé qué contestar. ¿Cómo explicarle a una niña que su madre me está consumiendo poco a poco? ¿Cómo decirle que la quiero más que a nada en el mundo pero que ya no puedo más?
—No estoy triste, cielo. Solo un poco cansada —le miento mientras le acaricio el pelo.
Esa noche decido escribirle una carta a Lucía. No sé si alguna vez la leerá, pero necesito sacar todo lo que llevo dentro:
«Querida hija,
Sé que la vida no ha sido fácil para ti desde que te separaste de Marcos. Sé que necesitas ayuda y siempre he querido estar ahí para ti y para Sofía. Pero también soy una persona, Lucía. Tengo mis límites, mis dolores y mis sueños. No quiero convertirme en una carga ni en alguien invisible en tu vida. Solo te pido que me veas, que me escuches, que recuerdes quién soy y todo lo que he hecho por ti.
Con amor,
Mamá»
Dejo la carta sobre su mesilla cuando viene a buscar a Sofía al día siguiente. No dice nada al leerla, pero noto cómo sus ojos se humedecen por un instante antes de volver a endurecerse.
Esa noche recibo un mensaje suyo:
«Mamá, lo siento. No me había dado cuenta de cómo te sentías. Mañana busco una canguro para algunos días. Descansa. Te quiero.»
Lloro en silencio al leerlo. No sé si las cosas cambiarán mucho, pero al menos he conseguido que me escuche por primera vez en años.
A veces me pregunto cuántas madres y abuelas estarán viviendo lo mismo en silencio. ¿Cuándo aprenderemos a poner límites sin sentirnos culpables? ¿Cuándo dejarán nuestros hijos de vernos solo como un recurso y empezarán a reconocernos como personas?
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez ese peso invisible del amor incondicional? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a una misma?