No quiero acabar sola bajo un puente: la historia de una madre y su hogar
—Mamá, Valentina tiene razón. No podemos seguir así —me dijo Sergio, con la voz temblorosa, mientras Valentina apretaba los labios y miraba hacia otro lado, sentada en mi viejo sofá de flores.
Yo estaba de pie, junto a la ventana del salón, mirando la calle de mi barrio en Salamanca, donde los niños aún juegan a la pelota y las vecinas se saludan desde los balcones. Mi casa. Mi refugio desde hace más de cuarenta años. Sentí un nudo en el estómago.
—¿Y qué queréis que haga? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta. Valentina no tardó ni un segundo en intervenir.
—Rosario, si vendes esta casa podríamos terminar la nuestra. El piso donde vivimos es un zulo. Eliana necesita espacio. ¿No te importa el futuro de tu nieta?
Me quedé callada. Claro que me importaba Eliana. Era lo único que me mantenía en pie desde que mi marido, Manuel, murió hace seis años. Pero esa casa era todo lo que tenía. Cada rincón guardaba recuerdos: las risas de Sergio cuando era niño, las discusiones con Manuel sobre política, los veranos cocinando gazpacho para toda la familia.
—No quiero acabar sola bajo un puente —susurré, casi sin darme cuenta.
Valentina bufó.
—Nadie te va a dejar sola, Rosario. Puedes venirte a vivir con nosotros mientras se termina la obra. Luego tendrás tu habitación en la casa nueva.
Pero yo sabía lo que eso significaba: perder mi independencia, mis plantas en el balcón, mis tardes de café con las vecinas. Convertirme en una carga.
Sergio se levantó y me abrazó. Sentí su desesperación, pero también su egoísmo.
—Mamá, no tenemos otra opción. Los bancos no nos dan crédito y el sueldo apenas nos llega para pagar el alquiler y el colegio de Eliana. Si vendes la casa ahora, con lo que vale en esta zona… podríamos terminar la obra y tú estarías con nosotros.
Recordé entonces la primera vez que Sergio me pidió dinero para la entrada del piso. Luego para el coche. Siempre había cedido, siempre había puesto a mi hijo por delante de mí misma. Pero esta vez era diferente. Esta vez era mi vida entera.
Esa noche no dormí. Escuchaba el tic-tac del reloj del pasillo y pensaba en mi madre, que siempre decía: “Rosario, una madre nunca deja de dar”. ¿Pero hasta cuándo? ¿Hasta quedarse sin nada?
Al día siguiente fui al mercado como siempre. Saludé a Carmen, la frutera, y a Paco, el del puesto de pescado.
—¿Qué te pasa, Rosario? Tienes mala cara —me preguntó Carmen.
Le conté lo que pasaba. Ella negó con la cabeza.
—No vendas tu casa, mujer. Luego te arrepientes y nadie te lo va a devolver. Los hijos… hay que ayudarles, sí, pero también tienen que aprender a buscarse la vida.
Volví a casa con las bolsas llenas y el corazón más vacío que nunca. Al abrir la puerta, vi a Valentina sentada en la mesa del comedor con unos papeles.
—He estado mirando pisos de alquiler para ti por si no quieres venirte con nosotros —dijo sin mirarme a los ojos—. Hay uno cerca del centro de salud…
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
—¿Y si no quiero irme de aquí? ¿Y si quiero quedarme en mi casa?
Valentina suspiró.
—Sergio está muy agobiado. No duerme por las noches pensando en cómo vamos a salir adelante. Yo también tengo derecho a soñar con una casa digna para mi hija.
La miré fijamente.
—¿Y yo? ¿No tengo derecho a soñar con terminar mis días donde he sido feliz?
El silencio se hizo espeso entre nosotras. Oí la llave en la puerta: Sergio llegaba del trabajo. Se acercó despacio y me besó en la frente.
—Mamá…
Me aparté suavemente.
—Sergio, hijo… ¿Recuerdas cuando eras pequeño y querías una bici nueva? Te dije que tendrías que esperar a Navidad porque no podíamos permitírnoslo antes. Aprendiste a esperar y a valorar las cosas cuando llegan… ¿Por qué ahora todo tiene que ser inmediato?
Sergio bajó la mirada. Valentina apretó los papeles entre las manos.
—No es lo mismo, mamá —dijo él—. Ahora hay una niña de por medio.
Me temblaron las manos. Pensé en Eliana corriendo por un pasillo amplio, jugando con su abuela… pero también pensé en mí, sentada sola en un piso alquilado, sin mis cosas, sin mis recuerdos.
Esa noche llamé a mi hermana Pilar.
—No sé qué hacer —le confesé entre lágrimas—. Si vendo la casa me quedo sin nada… pero si no lo hago siento que les estoy fallando.
Pilar fue tajante:
—Rosario, tú ya has dado mucho. Ahora te toca pensar en ti. Los hijos tienen que aprender a luchar por lo suyo sin arrastrar a sus padres.
Pasaron los días y el ambiente en casa se volvió irrespirable. Sergio apenas hablaba y Valentina me evitaba. Eliana venía a abrazarme cada tarde después del colegio y yo sentía que me partía el alma.
Una tarde escuché una conversación entre Sergio y Valentina en el pasillo:
—Si tu madre no vende la casa nunca vamos a salir de este agujero —decía ella—. Yo no quiero acabar como mis padres, siempre alquilando y mudándonos cada dos años.
—Lo sé… pero es su casa —respondió Sergio—. No puedo obligarla.
Esa noche cenamos en silencio. Al recoger los platos, Valentina se acercó:
—Rosario… perdona si he sido dura contigo. Solo quiero lo mejor para todos…
La miré a los ojos y vi miedo, cansancio… y también amor por su familia.
—Lo sé —le respondí—. Pero yo también tengo miedo.
Al final tomé una decisión: no vendería la casa. Les ayudaría como pudiera —con algo de dinero ahorrado, cuidando de Eliana cuando hiciera falta— pero no renunciaría a mi hogar ni a mi dignidad.
Cuando se lo dije a Sergio y Valentina hubo lágrimas, reproches… pero también alivio. Porque al final entendieron que una madre puede dar mucho, pero también tiene derecho a quedarse con algo para sí misma.
Ahora sigo viviendo en mi casa, rodeada de recuerdos y visitada por mi nieta cada fin de semana. Sergio y Valentina siguen luchando por terminar su casa poco a poco… Y yo he aprendido que querer no siempre significa darlo todo hasta quedarse vacía.
¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una madre? ¿Es egoísta pensar también en una misma después de toda una vida dando? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?