No Reconozco al Hombre que Tengo a mi Lado
—¿Otra vez has dejado los platos sin fregar, Lucía? —La voz de Alejandro retumba en la cocina, cortando el silencio de la noche como un cuchillo afilado.
Me giro despacio, con las manos aún húmedas del agua tibia. Los mellizos, Sofía y Mateo, duermen al fondo del pasillo. No quiero que escuchen, pero ya es tarde: la tensión en casa se ha vuelto un monstruo invisible que lo impregna todo.
—He estado todo el día con los niños, Alejandro. No he parado ni un segundo —respondo, intentando mantener la calma.
Él resopla y se pasa la mano por el pelo, un gesto que antes me parecía tierno y ahora sólo anuncia tormenta.
—Mi madre tenía razón —murmura—. No sabes organizarte. Antes todo estaba mejor.
Esas palabras me atraviesan como una puñalada. Antes. ¿Cuándo fue ese antes? ¿Antes de los niños? ¿Antes de que su madre empezara a venir cada semana a revisar cada rincón de nuestra casa, a criticar mi forma de criar, de cocinar, de ser esposa?
Recuerdo cuando Alejandro y yo nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él era divertido, espontáneo, siempre dispuesto a sorprenderme con una escapada improvisada o una cena bajo las estrellas. Nos casamos jóvenes, convencidos de que el amor bastaba para todo. Cuando llegaron los mellizos, pensé que seríamos un equipo invencible.
Pero algo cambió. Al principio fueron pequeños comentarios: “Mi madre dice que deberías abrigar más a los niños”, “¿Por qué no haces la tortilla como ella?”. Luego vinieron las comparaciones y las visitas inesperadas de Carmen, su madre, que se instalaba en nuestro salón como si fuera suyo.
Una tarde, mientras recogía los juguetes del suelo, escuché a Carmen decirle a Alejandro en voz baja:
—No sé cómo aguantas tanto desorden. En mi casa nunca pasaba esto.
Él no la contradijo. Solo asintió, y desde entonces empezó a mirarme con otros ojos: ojos de juez, no de compañero.
Las discusiones se hicieron rutina. Yo intentaba hablar con él:
—Alejandro, ¿no ves que me esfuerzo? ¿Que hago todo lo que puedo?
—No es suficiente —me cortaba él—. No eres la misma de antes.
¿Y él? ¿Dónde quedó el hombre que me hacía reír hasta llorar? Ahora sólo veía reproches en su mirada. Incluso los niños notaban la distancia: Sofía se aferraba a mi pierna cuando Alejandro levantaba la voz; Mateo preguntaba por qué papá ya no jugaba con él.
Una noche, después de otra cena silenciosa, me encerré en el baño y dejé que las lágrimas corrieran libres. Miré mi reflejo: ojeras profundas, el pelo recogido a toda prisa, la piel cansada. ¿En qué momento me perdí?
Intenté hablar con Carmen:
—Sé que quiere lo mejor para su hijo y sus nietos, pero necesito espacio para criar a mis hijos a mi manera.
Me miró con frialdad:
—Si no sabes hacerlo bien, alguien tendrá que ayudarte.
Sentí rabia e impotencia. Nadie parecía escucharme. Ni siquiera mis amigas entendían del todo:
—Es normal que haya crisis —decía Marta—. Pero si no te apoya…
El día que todo estalló fue un domingo cualquiera. Carmen llegó sin avisar y empezó a ordenar los armarios mientras yo preparaba la comida. Alejandro se puso de su lado cuando le pedí que le dijera algo.
—¡Siempre estás exagerando! —gritó él—. Mi madre sólo quiere ayudar.
Ese día me encerré en el dormitorio y no salí hasta la noche. Escuché a los niños preguntar por mí y sentí una culpa inmensa.
Esa noche, Alejandro entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama.
—No sé qué nos pasa —dijo en voz baja—. Todo es un desastre.
Lo miré y sentí un abismo entre nosotros.
—Nos pasa que ya no somos un equipo —susurré—. Que has dejado que tu madre decida por nosotros. Que ya no me miras como antes.
Él bajó la cabeza y no dijo nada más.
Desde entonces vivimos en una especie de tregua silenciosa. Hablamos lo justo para organizarnos con los niños. Las risas se han ido apagando y cada día pesa más que el anterior.
A veces me pregunto si merece la pena seguir luchando o si es mejor rendirse antes de perderme del todo. ¿Cuántas mujeres estarán viviendo lo mismo? ¿Cuándo dejamos de reconocernos en el otro?
¿De verdad es posible reconstruir lo que se ha roto tantas veces?