No soy la criada de nadie: Mi lucha por ser más que la esposa perfecta

—¿De verdad crees que esto es lo único que valgo, Fernando? ¿Que solo sirvo para limpiar, cocinar y sonreír cuando llegas a casa?

Mi voz temblaba, pero no era de miedo, sino de rabia contenida. Fernando me miró desde el sofá, con el mando de la tele en la mano y esa expresión de fastidio que últimamente se había vuelto habitual.

—Cristina, no empieces otra vez. Sabes que trabajo todo el día para que no falte de nada. ¿Qué más quieres?

Quise gritarle que quería todo: respeto, reconocimiento, un poco de ayuda, un poco de vida propia. Pero me mordí el labio. No quería que los niños escucharan. Paula, con sus siete años, estaba en su cuarto haciendo los deberes; Lucas, el pequeño, jugaba en el pasillo con sus coches. No era justo para ellos.

Me fui a la cocina y cerré la puerta con suavidad. Apoyé la frente en el frío azulejo y sentí cómo las lágrimas me ardían en los ojos. Ocho años casada. Ocho años siendo la esposa perfecta: la que prepara la comida favorita de todos, la que recuerda los cumpleaños, la que limpia hasta el último rincón antes de que llegue la suegra a inspeccionar con su mirada crítica.

—Cristina, hija, ¿has pasado el polvo por encima del armario? —me preguntaba siempre Pilar, mi suegra, cada vez que venía los domingos a comer.

—Sí, Pilar —respondía yo, tragándome las ganas de decirle que si tanto le molestaba el polvo, podía subirse ella misma a una escalera.

Pero nunca lo dije. Porque así me educaron: a ser complaciente, a no levantar la voz, a agradecer lo poco que me daban. En mi familia siempre se decía que una mujer debía mantener la casa impecable y la boca cerrada.

Pero yo ya no podía más. Me sentía invisible. Como si mi única función fuera servir a todos: a Fernando, a los niños, a mi suegra, incluso a mis propios padres cuando venían de visita y esperaban que les preparara su tortilla favorita.

Una tarde, mientras recogía los platos del almuerzo, escuché a Paula decirle a su hermano:

—Mamá es como una máquina. Siempre está haciendo cosas para todos.

Me quedé helada. ¿Eso era lo que mis hijos veían en mí? ¿Una máquina?

Esa noche no pude dormir. Me di cuenta de que estaba criando a mis hijos para repetir el mismo patrón: Lucas crecería pensando que las mujeres están para servirle; Paula aprendería a sacrificarse por todos menos por sí misma.

Al día siguiente, mientras Fernando desayunaba leyendo el periódico y yo preparaba las mochilas de los niños, le solté:

—He decidido buscar trabajo.

Él levantó una ceja sin apartar la vista del periódico.

—¿Trabajo? ¿Para qué? Si aquí no falta nada.

—Falta mucho —le respondí—. Me falta a mí misma.

Fernando bufó y dejó el periódico sobre la mesa.

—¿Y quién va a cuidar de los niños? ¿Quién va a hacer la comida? ¿Quién va a limpiar?

—Podemos organizarnos —dije—. Podemos repartir las tareas. No soy tu criada ni la niñera de nadie.

Se hizo un silencio incómodo. Paula entró en la cocina y nos miró con esos ojos grandes y curiosos.

—¿Mamá, vas a trabajar fuera de casa?

Me agaché para estar a su altura y le sonreí.

—Sí, cariño. Mamá también quiere hacer cosas para ella misma.

Paula asintió con seriedad y me abrazó fuerte.

Durante semanas, Fernando estuvo distante. No me ayudaba más que antes; incluso parecía hacer menos cosas para demostrarme que sin mí todo se desmoronaría. Pero yo seguí adelante. Encontré un trabajo de media jornada en una librería del barrio. Al principio fue duro: tenía que dejar todo organizado antes de salir y volver corriendo para recoger a los niños del colegio.

Pero algo dentro de mí empezó a cambiar. Me sentía viva otra vez. Volvía a hablar con adultos sobre temas que no fueran manchas en la ropa o menús semanales. Volvía a reírme por cosas tontas, a sentirme útil fuera de casa.

Un día llegué tarde porque hubo un problema en la librería y Fernando tuvo que recoger a los niños él solo. Cuando llegué, encontré la cocina hecha un desastre y a Fernando sentado en una silla con cara de agotamiento.

—No sé cómo lo haces —me dijo en voz baja—. Esto es agotador.

Por primera vez en mucho tiempo, vi en sus ojos algo parecido al respeto.

Las cosas no cambiaron de un día para otro. Hubo discusiones, reproches y lágrimas. Pero poco a poco empezamos a repartir las tareas. Los niños también ayudaban más; incluso Pilar dejó de criticarme tanto cuando vio que tenía menos tiempo para atenderla.

Ahora, cuando me miro al espejo, veo a una mujer cansada pero feliz. Una mujer que ha aprendido a decir «no» sin sentirse culpable. Una mujer que ya no quiere ser invisible ni esclava de las expectativas ajenas.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres en España siguen atrapadas en este papel sin atreverse a romperlo? ¿Cuántas veces hemos confundido amor con sacrificio? ¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez como yo?