No tengo madre: el reencuentro que nunca soñé
—Sergio, por favor, escúchame… —mi voz se quiebra en el portal del bloque, mientras él, mi hijo, aprieta los puños y mira al suelo. La tarde en Madrid es gris, como si supiera lo que va a pasar.
—No tengo madre —dice, y su voz es un cuchillo. Da media vuelta y se aleja, sin mirar atrás. Me quedo allí, con la bolsa de regalos inútiles colgando del brazo, sintiendo que el aire me falta.
No sé cuánto tiempo pasa hasta que me atrevo a moverme. Subo las escaleras hasta el piso de mi madre —la abuela de Sergio—, la mujer que lo crió cuando yo me fui. Me recibe con la misma mirada dura de siempre.
—¿Qué esperabas, Carmen? ¿Que te abrazara? —me pregunta sin compasión.
Me siento en la mesa de la cocina, esa misma donde aprendí a leer y donde Sergio aprendió a escribir su nombre. Todo huele igual: café recalentado, pan tostado y ese perfume barato que mi madre usa desde hace treinta años.
—Solo quería verlo… hablar con él —susurro.
Ella resopla.—Te fuiste cuando más te necesitaba. ¿Ahora quieres volver como si nada?
Cierro los ojos y vuelvo a aquel día en que tomé la decisión más difícil de mi vida. Sergio tenía tres años y su padre, Luis, ya no vivía con nosotros. Se había ido con otra mujer, dejándonos una montaña de deudas y una casa llena de silencios. Yo trabajaba limpiando casas en Vallecas, pero no llegaba ni para pagar la luz. Mi madre me ayudaba como podía, pero la pensión no daba para tanto.
Una amiga me habló de un trabajo en Alemania. «Solo serán unos meses», me prometí. «Volveré con dinero suficiente para empezar de nuevo». Pero los meses se convirtieron en años. Trabajaba en una fábrica de conservas, turnos dobles, mandando cada euro a casa. Llamaba a Sergio por videollamada cuando podía, pero él siempre estaba cansado o enfadado.
Recuerdo una noche especialmente dura. Era Navidad y yo estaba sola en una habitación alquilada en Hamburgo. Llamé a casa y mi madre me pasó a Sergio.
—¿Cuándo vuelves? —preguntó él, con esa vocecita rota.
—Pronto, cariño. Muy pronto —mentí.
—No quiero regalos. Solo quiero que vengas —dijo antes de colgar.
Esa frase me persiguió durante años. Pero siempre había una excusa: el contrato que renovar, el dinero que aún no era suficiente, el miedo a volver y enfrentarme a lo que había dejado atrás.
Cuando por fin regresé a Madrid, Sergio ya tenía quince años. Era un desconocido para mí: alto, callado, con los ojos oscuros de su padre y una tristeza que no supe reconocer. Intenté acercarme, pero él me rechazó una y otra vez.
—¿Por qué te fuiste? —me preguntó una tarde, sin mirarme.
—Para darte una vida mejor —respondí, sintiendo que la excusa sonaba hueca incluso para mí.
—¿Y quién me daba cariño mientras tanto? —replicó él.
No supe qué decirle.
Ahora, sentado en la cocina de mi madre, siento el peso de todos esos años perdidos. Ella me mira con lástima y rabia a partes iguales.
—Sergio es buen chico —dice al fin—. Pero no te necesita ya. Ha aprendido a vivir sin ti.
Salgo a la calle y camino sin rumbo por el barrio donde crecí. Veo madres llevando a sus hijos al parque, riendo juntos. Me pregunto si alguna vez podré recuperar lo que perdí.
Esa noche no puedo dormir. Repaso cada decisión, cada llamada no hecha, cada cumpleaños perdido. ¿De verdad hice lo correcto? ¿Era el dinero más importante que estar presente?
Al día siguiente decido intentarlo una vez más. Espero a Sergio a la salida del instituto. Cuando me ve, se detiene un segundo, pero luego sigue andando.
—Sergio, solo quiero hablar contigo cinco minutos —le suplico.
Él se detiene y me mira con los ojos llenos de reproche.—¿Cinco minutos? ¿Después de quince años? No tienes derecho.
—Tienes razón —admito—. No tengo derecho a pedirte nada. Pero necesito que sepas que te quiero… aunque no sepa cómo demostrártelo.
Se queda callado un momento.—¿Por qué ahora? ¿Por qué vienes ahora?
—Porque no puedo seguir viviendo con esta culpa —respondo—. Porque eres mi hijo y porque quiero intentar arreglar las cosas… aunque sea tarde.
Él niega con la cabeza.—No sé si puedo perdonarte —dice antes de marcharse.
Me quedo allí, viendo cómo se aleja entre la gente. Siento que he perdido la última oportunidad.
Esa noche llamo a mi madre.—No sé qué hacer —le confieso entre lágrimas.
Ella suspira.—Dale tiempo. El dolor no se cura en un día.
Los días pasan lentos. Cada vez que suena el teléfono salto con la esperanza de que sea él. Pero nunca lo es.
Hoy he vuelto al portal donde empezó todo. Miro hacia arriba y veo la ventana encendida del cuarto de Sergio. Me pregunto si algún día podré entrar ahí como su madre y no como una extraña.
¿De verdad merezco su perdón? ¿Puede un hijo volver a querer a quien lo abandonó?
Quizá nunca tenga respuesta… pero ¿vosotros qué pensáis? ¿Se puede reconstruir una familia rota por la distancia y el silencio?