¿Por qué no puedo casarme a los 57?

—Mamá, ¿de verdad vas a casarte con ese hombre? —La voz de Lucía retumbó en el salón, tan fría como la lluvia que golpeaba los cristales de nuestro piso en Chamberí.

Me quedé quieta, con la taza de café temblando entre mis manos. Manuel acababa de salir, dejando tras de sí el aroma de su colonia y la promesa de un futuro juntos. Pero ahora, frente a mi hija, sentía que todo se desmoronaba.

—Lucía, cariño, ¿por qué no puedes alegrarte por mí? —intenté sonar firme, pero mi voz se quebró.

Ella se cruzó de brazos, los ojos oscuros llenos de reproche—. Porque no me fío de él. Mamá, apenas le conoces. ¿No te das cuenta de que solo quiere tu dinero?

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era eso lo que pensaba mi propia hija? ¿Que a mis 57 años era incapaz de distinguir el amor verdadero del interés?

Recordé la primera vez que vi a Manuel en la biblioteca municipal. Me ayudó a alcanzar un libro de poesía de Antonio Machado. Su sonrisa era cálida, sus palabras amables. Empezamos a vernos para tomar café, pasear por el Retiro, hablar de nuestros hijos y nuestras soledades. Después de tantos años viuda, creí que la vida me regalaba una segunda oportunidad.

Pero Lucía no lo veía así. Desde el principio mostró recelo. Investigó a Manuel en redes sociales, preguntó a sus amigas si le conocían. Un día incluso revisó mis extractos bancarios sin mi permiso.

—No tienes derecho a espiarme —le grité entonces, con lágrimas en los ojos.

—¡Y tú no tienes derecho a poner en peligro todo lo que hemos construido! —me respondió ella.

La tensión fue creciendo. Mi hermana Carmen me llamó una tarde:

—Evelyn, Lucía me ha contado lo del compromiso. ¿Estás segura? No quiero verte sufrir otra vez.

—Manuel no es como Antonio —le aseguré, recordando a mi difunto marido y sus infidelidades—. Esta vez es distinto.

Pero las dudas se colaron en mi mente como el frío en invierno. Empecé a observar a Manuel con otros ojos: ¿por qué nunca hablaba mucho de su pasado? ¿Por qué siempre insistía en pagar él las cenas, pero luego me pedía dinero para «un imprevisto»?

Una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada en casa, le pregunté directamente:

—Manuel, ¿por qué nunca hablas de tu familia?

Él bajó la mirada—. No tengo relación con ellos desde hace años. Es complicado.

—¿Complicado cómo? —insistí.

—Mi hermano me estafó y perdí todo. Desde entonces no confío en nadie… hasta que te conocí a ti.

Quise creerle. Pero las palabras de Lucía resonaban en mi cabeza: «Solo quiere tu dinero».

El día que anuncié la fecha de la boda, Lucía explotó:

—Si te casas con él, no cuentes conmigo. No pienso ir a esa boda ni dejar que mis hijos te visiten mientras ese hombre esté cerca.

Me derrumbé. ¿Cómo podía elegir entre mi hija y el hombre al que amaba? Llamé a mi amiga Pilar para desahogarme:

—No sé qué hacer. Siento que pierdo a Lucía para siempre.

—Quizá deberías investigar un poco más sobre Manuel —me sugirió Pilar—. No por desconfianza, sino por tranquilidad.

Así lo hice. Busqué su nombre en Google, pregunté discretamente en su antiguo trabajo. Descubrí que había tenido problemas económicos serios y una denuncia por impago de pensión alimenticia.

Cuando le enfrenté con la verdad, Manuel se enfadó:

—¿No confías en mí? ¿Vas a dejar que tu hija destruya lo nuestro?

Me sentí atrapada entre dos fuegos. Esa noche apenas dormí. Miré fotos antiguas: Lucía de niña en la playa de Benidorm, su primer día de universidad en Salamanca, yo abrazándola tras la muerte de su padre. Siempre habíamos sido un equipo.

Al día siguiente, fui a buscarla al colegio donde trabaja como profesora:

—Lucía, necesito hablar contigo —le dije al verla salir entre risas con sus alumnos.

Nos sentamos en un banco del parque cercano. El aire olía a castañas asadas y hojas mojadas.

—Mamá —dijo ella suavemente—, solo quiero protegerte. No soporto la idea de verte sufrir otra vez.

La abracé fuerte. Por primera vez entendí que su desconfianza era amor mal expresado.

Esa noche llamé a Manuel y le pedí tiempo. Lloró, suplicó, pero yo necesitaba pensar. Durante semanas sentí un vacío inmenso: ni Lucía ni Manuel estaban cerca. Me refugié en mis libros y paseos solitarios por Madrid.

Un domingo cualquiera, Lucía vino a casa con mis nietos y una tarta casera:

—Te echo de menos —me dijo simplemente.

Lloramos juntas. Decidí que mi felicidad no podía construirse sobre la desconfianza ni el miedo a estar sola. Llamé a Manuel para decirle adiós.

Hoy sigo sola, pero más fuerte. He aprendido que el amor propio es tan importante como el amor romántico o maternal. Y aunque duele renunciar a un sueño tardío, prefiero perder una ilusión antes que perder a mi hija.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han tenido que elegir entre el amor y la familia? ¿Realmente merecemos ser juzgadas por buscar la felicidad después de los 50?