¿Por qué nunca fui suficiente para mi suegra?
—¿De verdad le vas a poner esa camiseta al niño? —La voz de Carmen, mi suegra, retumbó en el pasillo mientras yo intentaba que Lucas se dejara peinar antes de ir al colegio.
—Mamá, déjala en paz —dijo Sergio, mi marido, desde la cocina, pero su tono era débil, casi resignado. Sabía que no iba a intervenir más allá de eso.
Yo apreté los labios. Diez años casada con Sergio y aún sentía ese nudo en el estómago cada vez que Carmen cruzaba la puerta de nuestra casa. Diez años escuchando cómo todo lo que hacía estaba mal: que si la comida no era como la de su pueblo en León, que si el niño estaba demasiado mimado, que si yo no sabía llevar una casa como Dios manda.
Pero lo de hoy era diferente. Hoy Carmen había decidido que Lucas, nuestro hijo de ocho años, tampoco era suficiente. «No sé a quién ha salido este niño, desde luego a mi Sergio no. Él era listo, obediente… No como este, que siempre está en las nubes.»
Lucas bajó la cabeza. Yo sentí cómo se me partía algo por dentro.
—Lucas es un niño maravilloso —le respondí, intentando mantener la calma—. Y no pienso permitir que le compares con nadie.
Carmen bufó y se fue al salón. Sergio me miró de reojo y luego volvió a esconderse tras el periódico. Como siempre.
No siempre fue así. Cuando conocí a Sergio en la universidad de Salamanca, todo era sencillo. Éramos dos chavales con ganas de comerse el mundo y muy poco dinero en los bolsillos. Nos enamoramos entre apuntes y cafés baratos. Cuando me presentó a su madre por primera vez, ella me miró de arriba abajo y dijo: «¿Tú eres la famosa Ana?». No hubo abrazo ni sonrisa. Solo ese juicio silencioso que nunca me abandonó.
Al principio intenté agradarla. Llevaba postres caseros cuando íbamos a su casa en León, le preguntaba por su infancia, le pedía recetas. Pero nada era suficiente. «Así no se hace la tortilla», «¿No sabes limpiar las alcachofas?», «En mi época las mujeres sabían estar».
Cuando nació Lucas pensé que todo cambiaría. Carmen siempre decía que quería un nieto. Pero cuando llegó el momento, solo encontró defectos: «¿Le das pecho? Eso es una moda moderna», «¿No le pones chaqueta? Se va a resfriar», «¿Por qué no le cortas el pelo como a Sergio cuando era pequeño?».
Sergio intentaba mediar, pero siempre acababa cediendo. «Es mi madre, Ana… Ya sabes cómo es.» Y yo me fui apagando poco a poco. Dejé de invitarla a casa, pero ella venía igual. Dejé de contarle cosas a Sergio porque sentía que nunca me defendía realmente.
Lucas creció escuchando esas comparaciones. «Tu primo Pablo ya lee solo», «Cuando tu padre tenía tu edad ya sabía multiplicar». Yo intentaba protegerle, pero Carmen era incansable.
Un día, Lucas llegó del colegio con los ojos rojos.
—Mamá, ¿por qué la abuela dice que soy tonto?
Me arrodillé a su altura y le abracé fuerte.
—No eres tonto, cariño. Eres especial y te quiero tal y como eres.
Pero esa noche no pude dormir. Me pregunté si estaba haciendo lo correcto al mantener a Carmen cerca. ¿Era mejor alejarla para proteger a mi hijo? ¿O debía seguir aguantando por Sergio?
La gota que colmó el vaso llegó en la comunión de Pablo, el hijo de la hermana de Sergio. Toda la familia reunida en un restaurante de Valladolid. Carmen se pasó toda la comida presumiendo de Pablo: «Qué bien lee en voz alta», «Qué notas tan buenas saca». Cuando llegó el turno de Lucas para leer una pequeña oración, se trabó y Carmen soltó un suspiro exagerado: «Ay, este niño…»
Sentí todas las miradas sobre nosotros. Lucas se puso rojo y bajó la cabeza. Yo me levanté y le saqué del comedor sin decir palabra.
En el coche, Lucas lloraba en silencio.
—Mamá, ¿por qué la abuela no me quiere?
No supe qué responderle.
Esa noche hablé con Sergio.
—O pones límites a tu madre o esto se acaba —le dije con voz firme—. No voy a permitir que siga destrozando la autoestima de nuestro hijo.
Sergio me miró como si acabara de descubrirme por primera vez.
—Ana… Es mi madre…
—Y Lucas es tu hijo —le interrumpí—. ¿A quién vas a proteger?
El silencio fue largo y pesado.
Al día siguiente, Sergio habló con Carmen. No sé exactamente qué le dijo, pero desde entonces sus visitas se espacian más y sus comentarios han perdido veneno. A veces noto que Sergio está triste o incómodo, pero yo respiro mejor y Lucas también.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres han sentido lo mismo? ¿Cuántas han tenido que elegir entre su paz y la familia política? ¿De verdad merecemos cargar con culpas ajenas por intentar proteger a nuestros hijos?
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llegaríais por defender a vuestra familia?