Seis años de silencio: La historia de cómo la familia me rompió el alma

—¿Y tú cuándo piensas en ti, Lucía? —me preguntó mi amiga Carmen una noche, mientras recogíamos los platos después de cenar en mi casa. Me quedé callada, con las manos mojadas y el corazón encogido. No supe qué responderle. ¿Cuándo había pensado en mí por última vez?

Todo empezó hace seis años, cuando mi suegra, Rosario, nos reunió en el salón. Recuerdo perfectamente la escena: el reloj marcaba las ocho y media, la abuela Dolores dormitaba en su sillón y mi marido, Álvaro, miraba el móvil distraído. Rosario se aclaró la garganta y soltó la bomba:

—Me han ofrecido trabajo en Alemania. Es solo por unos años, hasta que ahorre para arreglar la casa del pueblo. Pero necesito que alguien cuide de mamá…

Miró a Álvaro, pero sus ojos se clavaron en mí. Yo acababa de dejar mi trabajo como administrativa porque nuestra hija, Paula, tenía apenas dos años y no encontrábamos guardería. Rosario insistió en que sería temporal, que nos ayudaría económicamente desde allí y que a su vuelta todo volvería a la normalidad.

—Lucía, eres como una hija para mí —me dijo, cogiéndome las manos—. No te preocupes, yo te lo compensaré.

Así empezó mi encierro voluntario. Durante seis años fui la sombra de la abuela Dolores: le daba de comer, la aseaba, le cambiaba los pañales y soportaba sus gritos cuando confundía mi cara con la de su hermana muerta. Álvaro trabajaba todo el día en la carpintería y llegaba cansado. Paula creció viendo cómo su madre se desvivía por una anciana que apenas la reconocía.

Los días eran todos iguales: desayuno, medicinas, limpiar el salón, preparar la comida especial para Dolores porque ya no podía tragar bien… A veces me sentía invisible. Rosario llamaba cada domingo desde Alemania:

—¿Todo bien por allí? —preguntaba con voz alegre—. ¡Qué haría yo sin ti, Lucía! Eres un ángel.

Pero el dinero nunca llegaba como prometió. Apenas mandaba lo justo para los gastos de Dolores; el resto lo guardaba para ella. Cuando le pedía ayuda para pagar alguna factura o comprar ropa para Paula, me decía:

—Ahora no puedo, hija. Allí la vida también es cara.

A veces discutía con Álvaro:

—¿Por qué tengo que cargar yo con todo? —le reprochaba—. ¡Es tu abuela!

Él bajaba la cabeza y murmuraba:

—Mi madre volverá pronto… Solo un poco más.

Pero los años pasaban y Rosario seguía en Alemania. Yo veía cómo mis amigas hacían planes, viajaban, salían a cenar. Yo solo salía al supermercado o a la farmacia. Mi vida se redujo a cuatro paredes y una rutina asfixiante.

La abuela Dolores murió una mañana de enero. Fue un alivio y una culpa al mismo tiempo. Lloré por ella y por mí misma: por los años perdidos, por las promesas rotas, por todo lo que había dejado atrás.

Rosario volvió al mes siguiente. Llegó sonriente, con regalos para todos y un bolso nuevo de piel.

—¡Por fin en casa! —exclamó abrazando a Álvaro y a Paula.

A mí me dio dos besos fríos y un paquete de bombones.

—Gracias por todo, Lucía —me dijo—. Ahora podrás descansar.

Esperé algún gesto de gratitud real: una ayuda económica, una palabra sincera… Pero nada. Al contrario: empezó a criticar cómo había llevado la casa, a decir que Dolores habría estado mejor en una residencia.

Una tarde exploté:

—¿Eso es todo? ¿Seis años cuidando de tu madre y ahora me dices que lo hice mal?

Rosario se encogió de hombros:

—Cada uno hace lo que puede… Yo también he sacrificado mucho.

Álvaro no dijo nada. Se fue al bar con sus amigos y me dejó sola con mi rabia.

Desde entonces siento que algo se ha roto entre nosotros. Ya no confío en Álvaro ni en Rosario. Me siento utilizada, invisible… Como si mi vida no importara.

El otro día Paula me preguntó:

—Mamá, ¿por qué estás siempre triste?

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que a veces las personas que más quieres son las que más daño te hacen?

Ahora me planteo si merece la pena seguir luchando por esta familia. ¿Debería separarme? ¿Buscar mi propia felicidad después de tantos años de olvido?

¿Alguna vez habéis sentido que vuestra entrega no vale nada? ¿Hasta cuándo hay que aguantar por los demás?