Siempre estuve para mi hermana, pero cuando yo la necesité…
—¿De verdad no puedes venir, Lucía? —pregunté con la voz temblorosa, apretando el móvil contra mi oído como si de ese gesto dependiera que mi hermana cambiara de opinión.
Al otro lado, su silencio fue como una bofetada. Escuché el ruido de fondo: risas, platos, la televisión. Su vida seguía, mientras la mía se desmoronaba.
—Carmen, de verdad que no puedo. Tengo mil cosas. Los niños, el trabajo… Ya sabes cómo es esto —respondió al fin, con ese tono apresurado que usa cuando quiere terminar una conversación incómoda.
Colgué sin despedirme. Me quedé sentada en la cocina, mirando el reloj de pared que heredé de mamá. Eran las siete y media de la tarde de un jueves cualquiera en Madrid, pero para mí era el día en que entendí que estaba sola.
Durante años fui yo quien acudía a su llamada. Cuando Lucía se separó de su marido y tuvo que mudarse con sus dos hijos pequeños a un piso diminuto en Vallecas, fui yo quien le llevó cajas, quien le cocinó tuppers para toda la semana, quien escuchó sus llantos y sus miedos. Cuando enfermó papá y hubo que turnarse para cuidarlo en el hospital Gregorio Marañón, fui yo quien cubría sus turnos porque ella tenía reuniones o los niños estaban malos. Siempre era yo.
Me criaron así: primero das, luego pides. Mi madre lo repetía como un mantra: “Carmen, la familia es lo primero. Hay que estar para los tuyos”. Y yo lo creí. Lo viví. Lo hice carne.
Pero ahora, a mis 61 años, con una pierna escayolada tras una caída tonta en el portal y el alma hecha trizas por la soledad, me doy cuenta de que nadie está para mí.
El médico fue claro: reposo absoluto durante seis semanas. No podía apoyar el pie ni salir a comprar. Mi hijo mayor vive en Barcelona y apenas puede venir una vez al mes. Mi hija trabaja en Londres. Y Lucía… Lucía vive a veinte minutos en metro.
El primer día tras el accidente me sentí fuerte. Pensé: “No pasa nada, Carmen, tú puedes”. Pero a los dos días la nevera estaba vacía y las fuerzas se me agotaban. Llamé a Lucía con la esperanza de que viniera a ayudarme con la compra o simplemente a hacerme compañía. Pero su respuesta fue siempre la misma: “No tengo tiempo”.
Recuerdo una tarde lluviosa de hace años. Lucía lloraba desconsolada en mi sofá porque su ex le había dicho que no quería ver a los niños ese fin de semana. Yo le preparé un chocolate caliente y le acaricié el pelo como cuando éramos pequeñas. “Siempre estaré aquí para ti”, le prometí. Y lo cumplí.
Ahora, sentada sola en mi piso de Carabanchel, me pregunto si hice mal en dar tanto sin pedir nunca nada a cambio.
El teléfono sonó una vez más. Era mi vecina, Rosario.
—Carmen, ¿necesitas algo del súper? Voy ahora y te puedo traer lo que quieras —me dijo con esa voz cálida que tanto reconforta.
Me eché a llorar sin poder evitarlo. Rosario era casi una desconocida hasta hace poco, pero en estos días se ha convertido en mi ángel de la guarda. Me trae pan fresco, me ayuda a bajar la basura y hasta me acompaña al médico cuando puede.
—Gracias, Rosario… De verdad —le dije entre sollozos—. No sé cómo agradecerte todo esto.
—No digas tonterías, mujer. Para eso estamos los vecinos —contestó ella.
Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama pensando en Lucía. ¿Sería consciente del daño que me estaba haciendo? ¿O simplemente no le importaba? Recordé todas las veces que me pidió ayuda: cuando tuvo problemas con Hacienda y le ayudé a hacer los papeles; cuando su hijo mayor suspendió selectividad y pasé horas animándolo; cuando mamá murió y fue incapaz de organizar nada del funeral… Siempre era yo quien sostenía a todos.
Una semana después del accidente recibí un mensaje suyo:
“¿Cómo vas? Espero que estés mejor. Esta semana imposible pasarme, pero si necesitas algo dímelo”.
Le respondí con un simple “Gracias”. No tenía fuerzas para más.
El día que me quitaron la escayola fui sola al hospital. Rosario tenía médico propio y mis hijos estaban lejos. Caminé despacio por los pasillos fríos del Doce de Octubre y sentí una punzada de tristeza tan profunda que tuve que apoyarme en la pared para no caerme otra vez.
Al salir del hospital me senté en un banco y miré el cielo gris de Madrid. Pensé en mi madre y en su frase: “La familia es lo primero”. ¿De verdad? ¿O quizá nos equivocamos al dar por hecho que los lazos de sangre son eternos e inquebrantables?
Esa tarde llamé a Lucía por última vez.
—Hola, Carmen —dijo ella—. ¿Ya te han quitado la escayola?
—Sí —respondí seca—. Ya estoy bien.
Hubo un silencio incómodo.
—Bueno… Me alegro mucho —dijo al fin—. Si necesitas algo…
—No te preocupes —la interrumpí—. Ya no necesito nada.
Colgué antes de que pudiera decir nada más.
Desde entonces no hemos vuelto a hablar más allá de algún mensaje frío por Navidad o cumpleaños. He aprendido a apoyarme en mí misma y en quienes realmente están ahí, aunque no compartan mi sangre.
A veces me pregunto si hice mal en dar tanto sin esperar nada a cambio o si simplemente así es la vida: das y das hasta vaciarte y luego descubres quiénes te llenan de verdad.
¿Vosotros qué pensáis? ¿La familia lo es todo o hay veces que hay que poner límites incluso a los tuyos?