Siempre estuve para ti, hija mía: una historia de amor y abandono

—Mamá, no tengo ahora espacio para esto, ¿vale?—. La voz de Lucía, mi única hija, retumbó en el pasillo como un portazo invisible. Me quedé quieta, con el teléfono en la mano, sintiendo cómo el frío de la cerámica se colaba por mis zapatillas. Había llamado para decirle que el médico me había diagnosticado cáncer de mama. No pedía mucho, solo que viniera a verme, que me acompañara a la consulta. Pero su respuesta fue seca, como si le estuviera pidiendo un favor imposible.

Siempre estuve para ella. Desde que nació, Lucía fue mi razón de ser. Recuerdo las noches en vela cuando tenía fiebre y yo le ponía paños fríos en la frente, o las veces que cosí disfraces para sus funciones del colegio en el barrio de Chamberí. Cuando se fue a estudiar a Salamanca, le preparé tuppers con croquetas y tortilla para toda la semana. Nunca le reproché nada, ni siquiera cuando decidió casarse con Pablo, aunque yo sabía que no era trigo limpio.

Cuando nacieron sus hijos, mis nietos, fui su sombra. Cada mañana cogía el metro hasta su casa en Vallecas para llevar a los niños al colegio, prepararles la merienda y recogerlos por la tarde. Lucía siempre decía: “Mamá, no sé qué haría sin ti”. Yo sonreía y sentía que mi vida tenía sentido. Incluso cuando Pablo se marchó con otra mujer y Lucía se quedó sola, fui yo quien sostuvo la casa en pie.

Pero ahora, cuando la enfermedad me golpea a los 67 años, ella no tiene espacio para mí. ¿Dónde quedó todo ese amor? ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía?

—Mamá, entiéndelo… Estoy desbordada con los niños, el trabajo…— insistió Lucía por teléfono.

—Lucía, solo necesito que vengas conmigo al hospital mañana. No te pido más.— Mi voz temblaba.

—No puedo. Pide un taxi o llama a tía Carmen.—

Colgó. Me quedé mirando la pantalla negra del móvil como si fuera un pozo sin fondo. ¿Cómo podía ser tan fría? ¿Era culpa mía por haberle dado siempre todo?

Esa noche no dormí. El dolor en el pecho era más fuerte por dentro que por fuera. Recordé a mi madre, Rosario, que siempre decía: “Los hijos son prestados”. Yo nunca lo creí. Pensaba que el amor de madre era eterno, incondicional.

Al día siguiente fui sola al hospital Gregorio Marañón. El oncólogo me explicó el tratamiento con palabras técnicas que apenas entendí. Salí al pasillo y vi a otras mujeres acompañadas por sus hijas o maridos. Yo estaba sola, con mi abrigo gris y mi bolso desgastado.

Al volver a casa, Carmen —mi hermana— me llamó preocupada:

—¿Qué te ha dicho Lucía? ¿Va a ayudarte?

—No puede… Dice que está ocupada.—

Carmen suspiró al otro lado del teléfono:

—Siempre has estado para ella… No entiendo cómo puede dejarte así.—

Yo tampoco lo entendía. Pero no quería hablar mal de mi hija. Siempre la defendí ante todos.

Pasaron los días y nadie llamó. Ni Lucía ni mis nietos. Solo Carmen venía a verme de vez en cuando y me traía sopa caliente y revistas del corazón. Una tarde, mientras miraba por la ventana cómo llovía sobre los tejados de Madrid, sentí una tristeza tan honda que tuve que sentarme.

¿De qué sirve darlo todo si luego te quedas sola?

Un sábado cualquiera, llamé a Lucía para preguntar por los niños.

—Están bien, mamá. Pero ahora no puedo hablar.—

—¿Podrías venir mañana? Me gustaría veros…—

—No sé si podré… Tengo mucho lío.—

Colgó deprisa. Me quedé con las palabras atragantadas en la garganta.

Empecé a notar cómo los vecinos me miraban con lástima en el portal. “Pobre mujer”, decían bajito cuando creían que no escuchaba. Yo fingía estar bien, pero por dentro me sentía invisible.

Una tarde decidí ir al parque donde solía llevar a mis nietos. Me senté en un banco y vi a una abuela jugando con dos niños pequeños. Reían juntos mientras jugaban al escondite tras los árboles mojados por la lluvia reciente. Sentí una punzada de celos y nostalgia.

De repente escuché una voz conocida:

—¿Mamá? ¿Qué haces aquí sola?—

Era Lucía. Venía deprisa, con cara de sorpresa y algo de vergüenza.

—He salido a dar una vuelta… Necesitaba aire.—

Se sentó a mi lado y durante unos segundos no dijo nada. Luego miró al suelo:

—Perdona si no he estado muy pendiente… Es que todo me supera últimamente.—

La miré y vi en sus ojos el cansancio y la culpa mezclados.

—Lucía, yo solo quiero sentirme parte de tu vida… No quiero ser una carga.—

Ella suspiró:

—No eres una carga, mamá… Solo que a veces siento que no puedo con todo.—

Nos quedamos en silencio mientras las luces del parque se encendían poco a poco.

—¿Quieres venir mañana a casa? Los niños te echan de menos.—

Sentí un alivio cálido en el pecho. Quizá aún había esperanza.

Esa noche dormí mejor. Pero la herida seguía ahí: el miedo a ser olvidada por aquellos a quienes más amamos.

Ahora escribo estas líneas desde mi pequeña cocina mientras espero a Lucía y a mis nietos para merendar juntos como antes. No sé si todo volverá a ser igual, pero he aprendido algo: el amor también necesita límites y cuidado propio.

¿Hasta dónde debemos dar sin esperar nada a cambio? ¿Y qué hacemos cuando quienes más amamos nos dejan solos justo cuando más los necesitamos?