Siempre fui la que calmaba las tormentas: la historia de Lucía
—¿Por qué siempre tienes que ser tú la que arregla todo, Lucía? —me preguntó mi hermana Carmen una tarde, mientras el sol se colaba por la ventana del salón y el eco de una discusión reciente aún vibraba en las paredes.
No supe qué responderle. Mi madre lloraba en la cocina porque mi padre había vuelto a llegar tarde y, como siempre, yo estaba allí, entre los dos, intentando encontrar palabras que suavizaran el ambiente. Mi hermano Sergio llevaba días sin hablarle a Carmen por una tontería, y yo, móvil en mano, hacía malabares para que ninguno se sintiera solo ni incomprendido. Mi marido, Javier, llegaba cada noche con el ceño fruncido y el alma cansada, y yo me convertía en su refugio silencioso, aunque por dentro me sintiera tan agotada como él.
Desde pequeña, fui la mediadora. Recuerdo a mi abuela diciendo: “Lucía tiene un don para calmar las aguas”. Pero nadie me preguntó nunca si yo quería ese don, o si alguna vez necesitaba que alguien calmara las mías.
Aquel día, después de la pregunta de Carmen, me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía ojeras profundas y el rostro cansado. Me pregunté cuándo fue la última vez que alguien me preguntó cómo estaba. No lo recordaba. Ni siquiera yo misma me lo preguntaba ya.
Esa noche, mientras preparaba la cena, Javier entró en la cocina.
—¿Qué tal el día? —le pregunté, como siempre.
Él suspiró y empezó a contarme sus problemas en el trabajo. Yo asentía, le servía la comida, le escuchaba. Cuando terminó, se fue al salón sin devolverme la pregunta. Sentí una punzada en el pecho.
Al día siguiente, mi madre me llamó llorando.
—Tu padre no me entiende, Lucía. No sé qué hacer.
—Mamá, ¿has intentado hablar con él?
—Es inútil. Solo tú sabes cómo hacerle entrar en razón.
Colgué y sentí un peso enorme sobre los hombros. ¿Por qué todos esperaban que yo tuviera las respuestas? ¿Por qué nadie veía que yo también estaba rota?
Los días pasaron y la tensión crecía. Carmen y Sergio seguían sin hablarse. Mi madre cada vez más triste. Javier más distante. Yo más invisible.
Una tarde de domingo, mientras ponía la mesa para la comida familiar, escuché a mi padre gritarle a mi madre en el pasillo. Me acerqué corriendo y los encontré discutiendo por una nimiedad.
—¡Basta! —grité de repente—. ¡No puedo más!
Todos se quedaron en silencio. Nunca antes había alzado la voz así.
—¿Qué te pasa? —preguntó mi madre, sorprendida.
—¡Estoy cansada! —dije entre lágrimas—. ¡Cansada de ser siempre la que calma todo! ¡Cansada de que nadie me pregunte cómo estoy!
Mi padre bajó la mirada. Carmen se acercó y me abrazó fuerte.
—Lo siento, Lucía —susurró—. Nunca pensé que tú también necesitaras ayuda.
Ese día no hubo comida familiar. Cada uno se fue a su rincón a digerir lo que acababa de pasar. Yo me encerré en mi habitación y lloré como hacía años no lo hacía.
Las semanas siguientes fueron extrañas. Nadie me llamaba para pedir consejo. Nadie esperaba que mediara en sus peleas. Al principio sentí un vacío enorme, como si hubiera perdido mi lugar en el mundo. Pero poco a poco empecé a sentir algo nuevo: libertad.
Empecé a salir a caminar sola por el parque del Retiro después del trabajo. Me apunté a clases de cerámica en un centro cultural del barrio de Chamberí. Por primera vez en años, hice algo solo para mí.
Un día, Javier me miró mientras cenábamos.
—Te noto diferente —dijo—. Más tranquila.
Le sonreí.
—He aprendido a decir que no —respondí—. Y a pedir ayuda cuando la necesito.
Mi familia tardó en acostumbrarse al cambio. Mi madre intentó varias veces volver a cargarme sus problemas, pero aprendí a poner límites con cariño.
—Mamá, te quiero mucho, pero no puedo ser tu psicóloga siempre —le dije una tarde—. ¿Por qué no hablas con una profesional?
Carmen y Sergio finalmente hicieron las paces sin mi intervención. Descubrieron que podían resolver sus diferencias solos.
A veces echo de menos sentirme imprescindible, pero ahora sé que mi valor no depende de lo que hago por los demás, sino de cómo me cuido a mí misma.
Me pregunto cuántas mujeres en España viven atrapadas en este papel invisible de mediadoras silenciosas. ¿Cuántas veces nos olvidamos de nosotras mismas por miedo a romper el equilibrio familiar? ¿No merecemos también ser escuchadas y cuidadas?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que tu familia espera demasiado de ti?