Sola con mi nuera embarazada: El precio de la confianza

—¿Por qué no te sirves más café, Rosa? —me preguntó Melissa, con esa voz dulce que usaba cuando quería algo. Yo apenas podía sostener la taza; mis manos temblaban, no sabía si por el cansancio o por la rabia contenida. El reloj marcaba las seis de la mañana y ya llevaba dos horas despierta, preparando el desayuno y revisando las cuentas que no cuadraban desde hacía meses.

Julián, mi único hijo, se había ido la noche anterior a Monterrey por un viaje de negocios. Me abrazó fuerte antes de salir, susurrando: “Cuida a Melissa, ma. No la dejes sola, ya sabes cómo está”. Claro que sabía. Melissa tenía seis meses de embarazo y una tristeza pegajosa desde que perdió su trabajo en la tienda de ropa del centro. Yo también había perdido algo: la tranquilidad.

Desde que Julián y Melissa se mudaron a mi casa en Guadalajara, todo cambió. Al principio era temporal, solo hasta que se recuperaran económicamente. Pero los meses pasaron y los gastos aumentaron: pañales, consultas médicas, comida especial para Melissa. Mi pensión apenas alcanzaba y mi pequeño negocio de costura ya no daba para tanto.

—¿Te ayudo con algo? —insistió Melissa, sentada en el comedor con las piernas hinchadas sobre una silla.

—No, gracias —respondí seca. No quería sonar grosera, pero me dolía ver cómo mi casa se llenaba de silencios incómodos y miradas esquivas.

Esa mañana, mientras lavaba los platos, escuché a Melissa hablar por teléfono en voz baja:

—Sí, amor… todo va bien. Tu mamá ni sospecha nada…

Me quedé helada. ¿A quién le decía “amor”? ¿A Julián? No podía ser; él estaba en carretera y nunca contestaba mientras manejaba. Me acerqué despacio al pasillo y escuché mejor:

—No te preocupes, en cuanto nazca el bebé nos vamos. Ella tiene dinero guardado, lo vi en su cuarto…

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿De qué hablaba? ¿Qué plan tenían? El corazón me latía tan fuerte que temí que Melissa lo escuchara desde la sala.

Ese día fingí normalidad. Le preparé su comida favorita: sopa de fideo y pollo guisado. Ella sonreía, agradecida, pero yo ya no podía mirarla igual. Por la noche, mientras ella dormía, revisé mi cuarto. El cajón donde guardaba mis ahorros estaba revuelto; faltaban varios billetes.

Lloré en silencio. No era solo el dinero; era la traición. ¿Cómo podía mi propio hijo estar involucrado en esto? Recordé cuando Julián era niño y me prometía que siempre me cuidaría. Ahora sentía que todo era una mentira.

Al día siguiente, decidí enfrentar a Melissa. La encontré en el patio, regando las plantas con torpeza.

—Melissa, ¿podemos hablar? —le dije con voz firme.

Ella me miró sorprendida.

—Claro, Rosa… ¿pasa algo?

—Quiero saber qué está pasando realmente aquí. Escuché tu llamada ayer. Sé que han tomado dinero de mi cuarto.

Su rostro cambió de color; primero pálida, luego roja como un jitomate.

—Yo… yo solo… Julián me dijo que era un préstamo, que usted lo entendería…

—¿Un préstamo? ¿Sin avisarme? ¿Y ese plan de irse apenas nazca el bebé?

Melissa rompió en llanto.

—No tenemos a dónde ir… Julián está desesperado… yo no quería hacerle daño…

Sentí compasión y rabia al mismo tiempo. Quise abrazarla y gritarle a la vez. Pero me contuve.

—Mira, Melissa —le dije—, yo también he pasado hambre y miedo. Pero nunca le robé a mi madre ni le mentí así. Si necesitan ayuda, díganlo de frente. Pero no voy a permitir que me usen.

Ella asintió entre sollozos.

Esa noche llamé a Julián. Mi voz temblaba pero fui directa:

—Sé todo lo que están haciendo. Si quieren quedarse aquí, será bajo mis reglas: honestidad y respeto ante todo. Si no les gusta, pueden buscar otro lugar donde vivir.

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.

—Perdón, ma… no supe cómo pedirte ayuda —dijo Julián al fin, con voz quebrada.

—No es tarde para empezar de nuevo —le respondí—. Pero tienen que aprender a confiar y a ser sinceros.

Los días siguientes fueron difíciles. Melissa apenas salía del cuarto; Julián regresó serio y callado. Pero poco a poco empezamos a hablar más: sobre el bebé, sobre sus miedos, sobre cómo salir adelante juntos sin trampas ni secretos.

Hoy sigo luchando para mantenernos a flote. A veces siento que la vida me exige más de lo que puedo dar. Pero también sé que el amor verdadero se demuestra en los momentos más duros.

¿Hasta dónde puede llegar una madre por proteger a su familia? ¿Cuántas veces podemos perdonar antes de rompernos por dentro?