Solo regalos de cumpleaños: la historia de una hija olvidada

—¿Eso es todo? —preguntó mi madre, con la voz cargada de incredulidad, mientras sostenía el pequeño paquete envuelto en papel azul que le tendí el día de su cumpleaños.

No respondí. Solo la miré, intentando descifrar si de verdad esperaba algo más de mí. ¿Qué podía darle a una madre que nunca estuvo presente? ¿Qué se le regala a una desconocida que comparte tu sangre pero no tus recuerdos?

Mi nombre es Lucía, tengo treinta y dos años y nací en un piso antiguo del barrio de Chamberí, en Madrid. Mi madre, Carmen, siempre fue una sombra en mi vida. Recuerdo su perfume caro flotando en el aire cuando salía corriendo por la puerta, sus tacones resonando en el pasillo y la promesa constante de que volvería pronto. Pero nunca volvía pronto. Siempre había una reunión, un viaje, una excusa. Mi padre desapareció antes de que pudiera siquiera pronunciar su nombre, así que fueron mis abuelos quienes me enseñaron a atarme los cordones y a distinguir el bien del mal.

—Lucía, ven aquí —me llamaba mi abuela Rosario desde la cocina—. Ayúdame con las croquetas.

En esa cocina aprendí a amar y a ser amada. Mi abuelo Manuel me llevaba al Retiro los domingos y me compraba globos. Pero cuando llegaba la noche y veía la luz encendida en el dormitorio de mi madre, sentía una punzada de esperanza. Quizá hoy sí me daría un beso de buenas noches. Casi nunca ocurría.

Cuando cumplí seis años, contrataron a una niñera, Mercedes, porque mis abuelos ya no podían con todo. Mercedes era gallega y tenía la paciencia infinita de quien ha criado a muchos niños ajenos. Me llevaba al colegio, me recogía, me preparaba la merienda y me escuchaba llorar cuando los demás niños hablaban de sus madres.

—¿Por qué mi mamá nunca viene a buscarme? —le pregunté una tarde.

Mercedes me acarició el pelo y suspiró.

—Hay madres que no saben serlo, Lucía. Pero tú tienes mucha gente que te quiere.

A veces pienso que Mercedes fue más madre para mí que Carmen. Pero claro, eso no se dice en voz alta en una familia española donde las apariencias lo son todo.

Los años pasaron entre colegios privados, clases de piano y veranos en la casa del pueblo. Mi madre seguía ausente, aunque siempre estaba presente en las fotos familiares: sonriente, perfecta, como si realmente formara parte de nuestras vidas. Cuando cumplí dieciséis años y quise hablar con ella sobre mis primeros amores o mis dudas existenciales, solo encontré puertas cerradas y conversaciones superficiales.

—No seas dramática, Lucía —me decía—. Ya tendrás tiempo para preocuparte por tonterías.

Así aprendí a no molestarla con mis problemas. Aprendí a ser autosuficiente, a no esperar nada de ella. Y cuando mis abuelos murieron con apenas dos años de diferencia, sentí que el único refugio que tenía se desmoronaba.

Carmen lloró en los funerales, claro. Lloró mucho y muy alto, como si quisiera convencer al mundo —y quizá a sí misma— de que sentía algo profundo por sus padres y por mí. Pero cuando terminó el luto oficial, volvió a desaparecer en su mundo de cenas de empresa y escapadas a Marbella.

Me fui a estudiar a Salamanca y después encontré trabajo en Madrid. Nos veíamos solo en Navidad o en su cumpleaños. Siempre lo mismo: un regalo caro para ella, una sonrisa forzada para mí. Hasta que un día decidí que ya no podía seguir fingiendo.

—Mamá —le dije hace un año, mientras tomábamos café en una terraza de la Gran Vía—, quiero ser honesta contigo. A partir de ahora solo te voy a dar regalos por tu cumpleaños. No esperes más de mí.

Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Cómo puedes decirme eso? Soy tu madre.

—¿De verdad lo eres? —le respondí sin poder evitar que se me quebrara la voz—. Porque yo no lo siento así.

Desde entonces nuestra relación es aún más fría. A veces me llama para preguntarme si necesito algo o para contarme alguna anécdota trivial sobre sus amigas del club de golf. Yo respondo con monosílabos o invento excusas para colgar rápido. Me siento culpable por no poder quererla como debería, pero también sé que no puedo seguir mendigando cariño donde nunca lo hubo.

Hoy es su cumpleaños otra vez. Le he comprado un libro bonito y lo he envuelto con esmero. Cuando se lo entrego, repite la misma pregunta de siempre:

—¿Eso es todo?

Y yo pienso: sí, mamá. Eso es todo lo que puedo darte.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarla o si ella será capaz de entender el daño que hizo con su ausencia. ¿Cuántos hijos hay en España que han crecido sintiéndose invisibles para sus padres? ¿Es posible reconstruir una relación cuando nunca hubo cimientos?