¿Soy una mala abuela?
—¿De verdad, mamá? ¿Otra vez vas a poner excusas? —La voz de Lucía retumbó en la cocina, tan afilada como el cuchillo con el que yo estaba pelando patatas para la cena.
Me quedé quieta, con la piel de la patata colgando entre mis dedos temblorosos. Mi nieto pequeño, Daniel, jugaba en el salón con los coches, ajeno a la tensión que llenaba el aire. Mi marido, Antonio, dormía en el sillón, su respiración entrecortada por la enfermedad que lo consume desde hace años.
—No son excusas, Lucía —le respondí, intentando mantener la calma—. Sabes que sigo trabajando y que tu padre necesita cuidados. No puedo con todo.
Lucía bufó y se cruzó de brazos. Tenía 35 años, pero en ese momento parecía una adolescente enfadada. —Pues yo tampoco puedo con todo, mamá. ¿Sabes lo que es estar sin trabajo y con dos niños pequeños? ¿Por qué no puedes ayudarme un poco más? Todas las abuelas del barrio cuidan de sus nietos. Menos tú.
Sentí cómo la culpa me apretaba el pecho. ¿Era verdad? ¿Era yo una mala abuela? Recordé a mi propia madre, que nunca tuvo tiempo para mí porque trabajaba en la fábrica hasta tarde. Siempre juré que sería diferente, pero la vida no me lo puso fácil.
—No es tan sencillo, hija —susurré—. Yo también tengo derecho a descansar. A veces siento que nunca he vivido para mí.
Lucía me miró con rabia y tristeza a partes iguales. —Siempre tienes una excusa para no estar cuando te necesito. Cuando era pequeña, cuando me separé de Marcos… Y ahora con los niños. ¿Por qué no puedes ser como las demás?
Me mordí el labio para no llorar. No quería que Daniel me viera así. —No soy como las demás porque mi vida no es como la de las demás —dije al fin—. Trabajo en el supermercado seis horas al día, vengo a casa y cuido de tu padre. ¿Cuándo se supone que puedo ser la abuela perfecta?
El silencio se hizo pesado entre nosotras. Lucía cogió a Daniel de la mano y se marchó sin despedirse. Me quedé sola en la cocina, escuchando el tic-tac del reloj y el sonido lejano de los dibujos animados en la tele.
Esa noche apenas dormí. Antonio tosía cada pocos minutos y yo me levantaba a darle agua o a comprobar si tenía fiebre. Cuando por fin amaneció, sentí que los años me pesaban como nunca antes.
En el trabajo, mientras reponía estanterías bajo los fluorescentes del supermercado, no podía dejar de pensar en Lucía y en mis nietos. ¿De verdad estaba fallando como madre y abuela? ¿O era simplemente imposible estar a la altura de todo lo que se esperaba de mí?
A la salida, me encontré con Carmen, una vecina del barrio que siempre presume de sus nietos.
—¡Ay, Pilar! —me dijo—. Qué suerte tienes de tener a los niños cerca. Yo daría lo que fuera por poder ver a los míos más a menudo.
Sonreí con amargura. —No siempre es tan fácil como parece, Carmen.
Carmen me miró con curiosidad, pero no insistió. Caminé a casa arrastrando los pies, deseando poder desaparecer aunque fuera un día.
Al llegar, Antonio estaba despierto y más animado que de costumbre.
—¿Qué tal en el súper? —me preguntó con voz ronca.
—Lo de siempre —le respondí mientras le preparaba un café descafeinado—. Lucía vino ayer… discutimos otra vez.
Antonio suspiró y me cogió la mano. —No puedes hacerlo todo tú sola, Pili. Ya has hecho bastante por todos nosotros.
Me senté a su lado y sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos. —Pero ella dice que soy una mala abuela… Que nunca estoy cuando me necesita.
Antonio negó con la cabeza. —Lucía está pasando un mal momento, pero eso no te da derecho a sacrificarte aún más. Ya te sacrificaste bastante cuando eras joven.
Recordé aquellos años: embarazada con 20 años, trabajando por horas limpiando casas mientras Antonio hacía turnos dobles en la fábrica. Nunca tuvimos lujos; apenas llegábamos a fin de mes. Cuando Lucía era pequeña, yo soñaba con estudiar enfermería o viajar a Granada para ver la Alhambra… Pero siempre había algo más urgente: facturas, enfermedades, deberes del colegio.
Ahora, después de tantos años, sentía que mi vida se había reducido a cuidar de otros: primero Lucía, luego Antonio… Y ahora mis nietos.
Esa tarde recibí un mensaje de Lucía: “Mamá, necesito que mañana recojas a los niños del colegio. Tengo una entrevista de trabajo”.
Me quedé mirando el móvil durante minutos. Sabía que si decía que no, volveríamos a discutir; si decía que sí, apenas tendría tiempo para Antonio ni para mí misma.
Al final respondí: “Mañana sí puedo”.
Al día siguiente recogí a Daniel y Marta del colegio. Me abrazaron al verme y sentí una punzada de felicidad mezclada con cansancio. Jugamos al parchís y les preparé bocadillos de nocilla mientras me contaban sus aventuras del día.
Cuando Lucía vino a buscarlos, apenas me miró a los ojos.
—Gracias —dijo secamente.
—Lucía…
Ella se giró antes de salir por la puerta.
—¿Qué?
—No soy perfecta —le dije—. Pero te quiero. Y quiero a tus hijos. Solo pido que entiendas que también tengo mis límites.
Lucía bajó la mirada y asintió en silencio antes de marcharse.
Esa noche, mientras Antonio dormía y yo recogía los juguetes del suelo, pensé en todas las mujeres como yo: madres y abuelas atrapadas entre el deber y el deseo de vivir su propia vida.
¿De verdad somos malas abuelas por querer un poco de tiempo para nosotras mismas? ¿O simplemente somos humanas?