Susurros en el Silencio: El Dolor de una Madre
—¿Por qué no me contestas, Lucía? —susurré al teléfono, con la voz quebrada, mientras el pitido sordo del buzón de voz se clavaba en mi pecho como una aguja. Era la cuarta vez esa semana que llamaba, y la décima desde que empezó el mes. El silencio era mi única respuesta, un silencio tan denso que a veces sentía que podía tocarlo, como si se hubiera instalado en cada rincón de mi piso en Vallecas.
Recuerdo cuando Lucía era pequeña y corría por el pasillo, descalza, riendo a carcajadas. Yo la perseguía con la toalla después del baño, y ella gritaba: “¡Mamá, no me pillas!” Entonces, ¿cómo hemos llegado a esto? ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía?
Mi marido, Antonio, apenas habla del tema. Se encierra en su taller y martillea madera hasta bien entrada la noche. Cuando le pregunto si ha sabido algo de Lucía, solo encoge los hombros y me mira con esos ojos cansados. “Dale tiempo”, dice. Pero el tiempo es un enemigo cruel cuando lo único que tienes es la espera.
La última vez que vi a Lucía fue hace seis meses, en la comunión de su prima Marta. Llegó tarde, con el pelo recogido y una mirada fría que no reconocí. Apenas me saludó. Durante la comida, intenté acercarme:
—¿Cómo va el trabajo en la clínica? —le pregunté, esforzándome por sonar natural.
Ella apartó la mirada y contestó:
—Bien, mamá. Muy ocupada.
Después se levantó y se fue a fumar al balcón con sus primos. Sentí que algo se me rompía por dentro. Desde entonces, solo mensajes sin respuesta, llamadas ignoradas, cumpleaños olvidados.
He repasado mil veces nuestras últimas conversaciones, buscando el momento exacto en que todo cambió. ¿Fue cuando discutimos por su novio, Sergio? Nunca me gustó ese chico: demasiado arrogante, demasiado mayor para ella. Pero Lucía insistía en que yo no entendía nada, que los tiempos habían cambiado. Quizá fui demasiado dura aquella noche:
—No quiero verte sufrir por alguien así —le dije.
Ella me miró con rabia contenida:
—Siempre tienes que meterte en mi vida. Nunca confías en mí.
Y se fue dando un portazo. Desde entonces, el silencio.
Mis amigas del barrio me dicen que es normal, que los hijos crecen y se alejan. Pero yo veo a Carmen paseando con su hija por el parque, o a Pilar tomando café con la suya los sábados por la mañana, y siento una punzada de envidia mezclada con culpa.
A veces pienso en escribirle una carta. Me siento en la mesa de la cocina, con el cuaderno abierto y el bolígrafo temblando entre los dedos:
“Querida Lucía,
No sé cómo hemos llegado hasta aquí…”
Pero nunca termino la carta. ¿Y si la lee y no le importa? ¿Y si solo consigo alejarla más?
Las noches son lo peor. Me tumbo en la cama y repaso cada recuerdo: su primer día de colegio, cuando lloraba porque no quería soltar mi mano; las tardes de verano en la playa de Benidorm; las confidencias bajo las sábanas cuando tenía miedo a las tormentas. ¿Cómo puede todo eso desaparecer tan rápido?
Antonio intenta animarme:
—Ya volverá, mujer. Las hijas siempre vuelven.
Pero yo veo cómo mira su móvil cuando cree que no le veo, esperando también un mensaje que nunca llega.
El domingo pasado fui a misa solo para encender una vela por ella. Me senté en el banco de madera y recé como hacía años que no rezaba:
—Virgen Santa, cuídala donde esté… y haz que vuelva a casa.
Al salir, me encontré con Mercedes, la madre de su mejor amiga de la infancia.
—¿Sabes algo de Lucía? —me preguntó con esa mezcla de curiosidad y compasión.
Negué con la cabeza y sentí las lágrimas asomando. Mercedes me abrazó fuerte.
—No pierdas la esperanza —susurró—. A veces necesitan su tiempo para entender lo que tienen.
Esa noche soñé con Lucía. Venía a casa con una sonrisa tímida y me abrazaba como cuando era niña. Al despertar, sentí una mezcla de alivio y tristeza: era solo un sueño.
Hoy he decidido salir a caminar por el barrio. Paso por delante del colegio donde estudiaba Lucía y veo a las madres esperando a sus hijos a la salida. Me detengo un momento y cierro los ojos, recordando aquellos días en los que ella corría hacia mí gritando: “¡Mamá!”
De repente suena mi móvil. Un número desconocido. El corazón me late tan fuerte que apenas puedo respirar.
—¿Sí? —contesto con voz temblorosa.
Un silencio breve al otro lado.
—Mamá… soy yo.
El mundo se detiene. No sé qué decir. Solo puedo llorar mientras escucho su voz al otro lado del teléfono.
—Lo siento —susurra Lucía—. Necesitaba tiempo para pensar… para entenderme a mí misma.
—Te quiero —le digo entre sollozos—. Solo quiero verte bien.
No sé qué pasará mañana ni si todo volverá a ser como antes. Pero hoy he recuperado una parte de mí misma que creía perdida para siempre.
¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre? ¿Cuánto dolor somos capaces de soportar por aquellos a quienes más queremos?