Treinta y tres maletas y un testamento: El precio de la ausencia

—¡No pienso cederle ni una hectárea, mamá! —gritó Lucía, con los ojos enrojecidos, mientras el eco de su voz rebotaba en las paredes desnudas del salón.

Apreté la carta del notario entre los dedos. El papel temblaba, pero no sabía si era por mi pulso o por la rabia que me subía desde el estómago. Trece años en Alemania, limpiando casas ajenas, soportando inviernos interminables y soledad, para esto: ver a mis hijos convertidos en enemigos por una finca y una casa vieja en Villalba de la Sierra.

Recuerdo el día que me fui. Era septiembre y el aire olía a tierra mojada. Lucía tenía 17 años y acababa de aprobar selectividad; Pablo, 14, jugaba al fútbol en el equipo del pueblo. Les prometí que volvería pronto, que todo era por ellos. Mi marido, Antonio, me abrazó en la estación de autobuses sin decir palabra. Sabíamos que no había otra salida: la fábrica cerró y las deudas nos ahogaban.

En Alemania, cada euro que ganaba era para ellos. Les mandaba paquetes con chocolate y cartas perfumadas. Llamaba cada domingo, aunque a veces solo escuchaba sus silencios o sus monosílabos. Me perdí cumpleaños, graduaciones, hasta la boda de Lucía. Pero cada sacrificio tenía un propósito: asegurarles un futuro mejor.

Ahora, sentados alrededor de la mesa del comedor, Lucía y Pablo se lanzan reproches como cuchillos.

—Tú te quedaste aquí viviendo de mamá —escupe Pablo—. Yo tuve que buscarme la vida en Madrid porque aquí no había nada.

—¡Claro! Y mientras tanto yo cuidaba de papá cuando enfermó. ¿O eso no cuenta?

Antonio, mi marido, baja la mirada. Desde el ictus apenas habla. Sus ojos húmedos me buscan, como si esperara que yo pusiera orden en este caos.

—Basta ya —susurro—. ¿No veis que esto nos está destrozando?

Pero no me escuchan. La herencia es un monstruo invisible que los devora desde dentro. La casa donde crecieron, la huerta donde jugaban a esconderse, ahora son solo cifras y escrituras.

El notario fue claro: “Si no hay acuerdo, habrá juicio”. Y yo me siento culpable. ¿Fui buena madre? ¿Valió la pena perderme su infancia para darles una vida mejor?

Una tarde de otoño, mientras recojo membrillos del jardín, Lucía se acerca en silencio.

—Mamá… —su voz tiembla—. ¿Por qué te fuiste tanto tiempo? Yo… te necesitaba.

La abrazo fuerte. Siento su dolor como propio. No hay palabras suficientes para explicar lo que pesa la distancia ni cómo duele elegir entre el pan y los abrazos.

Pablo llega unos días después con su hija pequeña de la mano. Me mira con una mezcla de reproche y ternura.

—¿Sabes lo que más recuerdo de ti? —me dice—. El olor a colonia en las cartas. Pero nunca supe si volverías.

Las noches se llenan de insomnio y remordimientos. Hablo con Antonio en voz baja:

—¿Hicimos lo correcto? ¿O solo cambiamos un problema por otro?

Él aprieta mi mano. Sus ojos dicen más que mil palabras: hicimos lo que pudimos.

El pueblo murmura. “Mira, ahí va Carmen, la que se fue a Alemania y ahora sus hijos ni se hablan”. Me duele más que cualquier callo en las manos.

Llega el día del juicio. Lucía y Pablo apenas se miran. El juez pregunta si hay posibilidad de acuerdo. Yo rompo a llorar delante de todos:

—¡Por favor! No quiero que mi vida acabe viendo a mis hijos pelearse por cuatro paredes…

El silencio es denso como la niebla manchega. Salimos del juzgado sin mirarnos.

Semanas después, Lucía llama a Pablo. Se citan en la plaza del pueblo. Yo los observo desde lejos, temblando como una hoja. Hablan largo rato; no sé qué se dicen, pero al final se abrazan torpemente.

Esa noche cenamos juntos por primera vez en años. No hay grandes discursos ni perdones solemnes, solo miradas cansadas y manos entrelazadas sobre el mantel.

Quizá nunca recuperemos el tiempo perdido ni borremos las heridas de la ausencia. Pero al menos hemos aprendido que ninguna herencia vale más que una familia unida.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas madres como yo han pagado el precio de la distancia? ¿De verdad merece la pena sacrificarlo todo por un futuro incierto? ¿Qué haríais vosotros?