Un día mi marido se desplomó en el jardín: la vida que nunca elegí
—¡Mamá! ¡Papá se ha caído! —gritó Lucía desde el jardín, su voz aguda atravesando la calma de la siesta.
Corrí escaleras abajo, el corazón golpeando en mi pecho como si quisiera salirse. Allí estaba Alejandro, mi marido, tendido sobre la hierba, los ojos abiertos pero vacíos, la boca torcida en una mueca que no reconocía. Me arrodillé a su lado, temblando, y sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis manos.
—Alejandro, ¿me oyes? —susurré, luchando por mantener la voz firme mientras Lucía sollozaba a mi lado.
No respondió. Solo un leve gemido, apenas un suspiro. Llamé al 112 con los dedos torpes y la mente nublada por el miedo. Los minutos hasta que llegó la ambulancia fueron eternos. Recuerdo el olor a césped recién cortado mezclado con el sudor frío de mi frente y el llanto de Lucía, que no cesaba.
En el hospital, los médicos dijeron que había sido un ictus masivo. «Ha tenido suerte de sobrevivir», dijeron. Pero yo no sentí suerte. Sentí un vacío inmenso y una culpa que me aplastaba el pecho. ¿Cómo no vi las señales? ¿Por qué no insistí más cuando se quejaba de dolor de cabeza?
Alejandro era el alma de todas las fiestas. Alto, moreno, siempre con una sonrisa lista y una palabra amable para todos. Las vecinas del barrio lo saludaban con admiración; los amigos lo buscaban para organizar partidos de pádel o barbacoas los domingos. Yo solía mirarlo desde la ventana mientras jugaba con Lucía en el jardín y pensaba: «Qué afortunada soy».
Ahora, ese hombre se ha ido. En su lugar hay alguien que apenas me reconoce algunos días, que necesita ayuda para vestirse, para comer, para ir al baño. Alguien que grita por las noches porque no entiende dónde está o quién soy yo.
La familia vino al principio. Mi suegra, Carmen, lloraba en la cocina mientras preparaba caldos; mi cuñado Sergio prometió ayudar con las compras. Pero poco a poco todos fueron desapareciendo. «Es que tengo mucho trabajo», «los niños están con exámenes», «ya sabes cómo es esto». Al final quedamos solo Lucía y yo.
Lucía tiene diez años y una tristeza en los ojos que no le corresponde a su edad. Me pregunta si papá volverá a ser como antes. Yo le miento: «Claro que sí, cariño. Solo necesita tiempo». Pero por dentro sé que ese hombre ya no volverá.
Las noches son lo peor. Cuando Alejandro se despierta desorientado y grita mi nombre como si yo fuera una extraña. Cuando tengo que cambiarle los pañales y limpiar su cuerpo inerte mientras él llora de vergüenza y rabia. A veces me mira con odio; otras veces me suplica perdón sin palabras.
He perdido amigos porque ya no puedo salir ni siquiera a tomar un café. He dejado mi trabajo en la biblioteca municipal porque nadie podía cuidar de Alejandro durante tantas horas. Mi madre me dice: «Tienes que ser fuerte por Lucía». Pero yo solo quiero desaparecer.
Una tarde, mientras le daba de comer a Alejandro —puré de calabacín, como cada día— él me miró fijamente y murmuró:
—¿Por qué no me dejas morir?
Me quedé helada. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que no puedo dejarlo ir? ¿Que sigo aquí por una promesa hecha hace años, cuando juramos estar juntos en la salud y en la enfermedad? ¿Que a veces lo odio por haberme robado la vida que teníamos?
Esa noche lloré en silencio en el baño, mordiendo una toalla para no despertar a Lucía. Pensé en marcharme, en dejarlo todo atrás. Pero luego recordé sus manos fuertes acariciando mi pelo, su risa llenando la casa los domingos por la mañana.
Al día siguiente vino Pilar, mi vecina, a traerme un bizcocho.
—¿Cómo lo llevas, Marta? —preguntó con esa voz suave que usan los que no quieren oír la verdad.
—Sobrevivo —respondí sin mirarla.
Ella me abrazó y sentí por primera vez en meses un poco de calor humano.
A veces pienso en cómo sería mi vida si Alejandro hubiera muerto aquel día en el jardín. ¿Sería más libre? ¿Sería más feliz? Pero luego lo veo dormido, tan frágil y vulnerable, y sé que no puedo abandonarlo.
La Seguridad Social nos da una ayuda ridícula; los trámites son interminables y cada vez que llamo al centro de salud me pasan de un funcionario a otro sin solución. He aprendido a pelear por cada gramo de dignidad para Alejandro y para mí.
Lucía ha empezado a dibujar otra vez. Sus dibujos son oscuros, llenos de figuras tristes y casas vacías. Me preocupa su silencio, su forma de mirar a su padre como si fuera un extraño.
Una noche, mientras le leía un cuento antes de dormir, me preguntó:
—Mamá, ¿por qué te quedas si eres tan infeliz?
No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y lloré con ella hasta quedarnos dormidas.
A veces pienso que esto no es vida para nadie. Que estoy atrapada en una promesa imposible de cumplir. Pero también sé que el amor no siempre es bonito ni fácil; a veces es solo resistencia y aguante.
¿Hasta cuándo podré seguir así? ¿Cuánto puede soportar una persona antes de romperse del todo? ¿Alguien más ha sentido esta mezcla de amor, culpa y rabia? Me gustaría saber si estoy sola en esto.